En presencia de alguien por quien estamos pillados se nos cambia a todos la voz, al menos a mi se me pone una voz de capullo que hasta yo mismo me sorprendo de escucharme de pronto con esa extraña calma, algo más grave, pero dulce, a medio camino entre mi voz habitual y un puro ronroneo.
Iba yo por el mercadona (jajaja, acabo de prolongar la avalancha de visitas del google que ya estaba amainando desde
el curioso incidente de la cajera misteriosa) buscando mis estrellitas cuando escucho esa voz de gilipollas que se nos pone a todos cuando estamos muy pillados por nuestro acompañante, pero algo distinta esta vez: qué bien canta, qué bien canta… escucho al pasar. Y cuando miro veo a un viejo abrazando por detrás a su vieja que camina distraída en su compra. La abraza con ese abrazo con que uno aprovecha para olerle el cuello de cerca, para pasarle la mano distraídamente por el ombligo o apretarle un teto en el camino hasta la axila, donde está caliente y húmedo. Mientras se sienten los homóplatos y los cachetes del culo tan real, como quien no quiere la cosa.
Entonces he sentido el tiempo como una cosa vacía: yo, que mido el tiempo en intensidad, he sentido que las cuatro o cinco décadas de experiencia que me llevaban no habían llenado en nada el espacio que en teoría nos separa, virtud del cual yo soy supuestamente joven y ellos son supuestamente viejos… así como tampoco yo he conseguido llenar nunca el hueco que me separa hoy día de aquella niña que por fin se me dejaba agarrar a mis 16 años, y hundir mi erección entre sus nalgas mientras pasaban los tronos de la semana santa frente a nustras caras sonrientes de dicha… virtud del cual soy hoy joven y por aquel entonces un niñato, pero el mismo pringado de siempre, con esta voz de gilipollas con la que quizá algún día salte la cola a contracorriente para rescatar del olvido los sobrecaldos de una señora que canta mientras repasa indecisa las estanterías.