El otro día me dijeron que no se que tío, que sabe un montón de arte e historia de la estética, contaba que arte no es cualquier cosa, no… o sea, si que lo es: hoy día arte es cualquier cosa que se ponga en una sala de exposiciones.
Vaya, que si me dejo las llaves del coche en un rincón de la sala, tarde o temprano alguien las verá, se acercará y lo seguirán curiosos haciendo como que no le siguen y, con todo, juntos, las mirará como se mira el Arte y se preguntarán un montón de cosas sobre el origen y el significado, la idea, la potencia sugestiva y la capacidad transgresiva de las llaves de mi coche. En tanto que objeto, en tanto que imagen, en tanto que intención, en tanto que expresión de lo humano. Las llaves del gofomóvil, ahí es nada. La virgen, qué despiste.
Hay una pareja en Nueva York que lleva siempre un impermeable amarillo, haga el tiempo que haga, y van por los museos comentando cuadros. Son tan inconfundibles que los museos probablemente se sienten orgullosos de recibir sus visitas. A mí, al menos, si tuviese una galería en Nueva York, me encantaría que ellos pasaran alguna vez. Los recibiría con cordialidad y disimulo, haciendo lo posible por contener mi ilusión como el tembleque de un pavo enamorado. Dentro de los museos, esta pareja ha sabido convertirse en una codiciada obra de arte.
Para mi lo triste del asunto no es que todo lo que se meta en la sala de exposición vaya a convertirse en arte, sino que haya que confinar las cosas en una puta sala para que la gente se cuestione por sí misma y de una vez por todas si les gusta o no, por el origen, la intención quizá… e incluso lleguen a preguntarse –secreta, perversa, sucia, libremente- qué les sugiere.
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