Las cosas que más quieres son las que al final perderás de manera más estúpida. Esta frase, tan fatal y categórica, no es una cita filosófica, ni sentencia del oráculo, ni un mal de ojo, ni siquiera es un lamento de una canción gótica adolescente save-me-from-the-dark-I-am-falling-I-am falling. No: Es una verdad como un templo. Las cosas que más quieres son las cosas a las que más prestas atención, así que si algún día las pierdes, no podrá ser sino de las formas más inesperadas.
Yo tenía una mochila militar, una bolsa de mierda, un zurrón verde oscuro, de lona dura, de esos que hay ahora tan de moda. Pero el mio era de verdad. Lo había comprado en un rastrillo de Burdeos. Y supe que era auténtico cuando pasé por un museo del Dia D y vi que todos los maniquíes tenían la misma bolsa que yo… Me alegré mucho, me sentí muy especial… pero tuve que acortar mi visita y salir por patas rezando porque los guardas no empezaran a sospechar. Si, ya se que era inocente, pero a ver cómo los convencía.
La bolsa iba conmigo a todas partes, tenía un montón de correas y pasadores de chapa metálica que tintineaban al caminar… cliclicli… allá donde fuera. Hasta que di a parar a un piso compartido con una pareja de rusos mafiosos y enamoradísimos (lo primero oculto tras lo segundo) que me robaron el odenador portátil, para lo cual necesitaron una bolsa con la que sacarlo de mi cuarto. Adivinen cual.
Supongo que se nota que me dolió más que me robaran la bolsa y su tintineo que el ordenador mismo. No era un buen ordenador, a decir verdad era una chatarra, su valor estaba en las toneladas de cosas que había escrito y se habían llevado con él. Eso si me dolió, pero la verdad era que si todo había salido de mi cabeza siempre podía volverlo a sacar. La bolsa, sin embargo, venía de otra parte. Puede haber otra guerra mundial y pasar 40 años o, simplemente, puedo buscarme cualquier otra bolsa militar… pero no era la bolsa en si lo que yo apreciaba, sino el viaje que tuvo que hacer hasta que yo la comprara en un mercado de chatarra. Una historia desconocida pero que yo no podría sustituir y que hacía de esa bolsa una bolsa única en el mundo.
Mi amigo Manolo es un gran cocinero. Creativo como él solo. De esos que habla de la cocina como un pintor de la pintura. Pero entiéndase: Un pintor que pinta, que tiene oficio, que se ha peleado unas cuantas veces con los colores, con la línea, con la mancha y con la luz. Un artista que sabe algo más de lo que dicen los manuales.
Manolo tenía una libreta donde apuntaba sus recetas. Siempre la llevaba consigo. Yo esa libreta me la imagino como un tesoro: llena de fórmulas secretas y pensamientos de cocinero. Un día Manolo se sentó en un banco al sol en el Parq Güell, escribió algo en su libreta y se relajó un momento. Cuando una hora más tarde se bajaba del metro se dió cuenta de que se había dejado la libreta en el banco. Volvió al parque pero ya no estaba allí.
María compraba todos los años el mismo número de lotería de navidad. Todos. Un día María tenía que hacer la compra para la gran cena. Pasó por la lotería pero vió que si compraba el número no podría hacer la compra que quería hacer, ni, en consecuencia, la cena que había pensado para su familia. Bueno, pues nada, pensó, ya lo compraré el año que viene.
El número tocó aquellas navidades.
A mi me lo contó mamá. Yo nunca me he atrevido a preguntarle a María sobre aquella historia. Supongo que María tuvo que seguir apartando un poco cada año para comprar el número… si es que lo volvió a comprar. Aunque no creo que lo hiciese.
Mi primera novia era una chica curiosa. Dulce. Tímida. Salía poco, leía bastante, le gustaba el teatro, las ciencias y pasar las noches viendo películas antiguas… o al menos eso decía (no digo esto porque no la creyese sino porque en verdad nunca pasé una noche con ella). También le gustaba escribir. Como salía poco, empezamos a llevar una especie de amistad por carta. Hasta entonces, yo no escribía realmente ni dejaba de hacerlo, como tampoco toco bien la guitarra aunque nunca he dejado de hacerlo… Pero la paya ejercía tal magnetismo sobre mi que me eché a escribir y a leer locamente no solo por impresionarla sino porque me hacía sentir más cerca de su mundo. Escribimos mucho los pocos meses que salimos y casi más los dos años que había tardado en conquistarla (leyendo ávidamente y escribiendo para ella cada semana). Nos gustaban muchísimo los doble sentidos, los absurdos y la tragedia nihilista que implicaban. El amor no existe, decíamos todo enamorados. Las contradicciones transcendían las palabras y a nosotros nos parecía que con eso rompíamos reglas y nos hacían libres. Parecíamos gilipollas, aquello era un idilio de verdad.
Y tanto nos gustaron esos dobles sentidos que cuando se marchó a Londres en un viaje de verano y le escribí una carta toda amorosa, ella no tuvo otra que entender justo lo contrario de lo que yo quería decirle. No pude reprochárselo. Bien pudo ella dejarme explicárselo… pero le había dado tan duro que cualquier acercamiento era como intentar escalar un muro de vidrio. Además, habría sido inútil: a esas alturas casi hablábamos dos idiomas al mismo tiempo… Sé que parece bastante estúpico pero habíamos perdido la habilidad de decir simplemente “te quiero y si me dejas ahora me romperás el corazón y pasaré un montón de años intentando olvidarte”.
Los dos escritores se separaron así. Hicieron por no verse y lo consiguieron. Yo por mi parte no dejé de escribir. Para mi no solo era un placer necesario sino una verdadera terapia. Me ayudo a sacarme la mierda de las tripas y a comprender incluso que no me había ido con las manos vacías: ahora podía escribir.
Diez años pasaron… hasta que una mañana, no hace mucho, recibí un email de ella contándome que me había encontrado por el blog y que no le parecía justo que ignorase que lo estaba leyendo. Le contesté en seguida, la llamé y en poco tiempo concertamos un desayuno juntos. Me alegré mucho de verla. Al principio hablábamos de tonterías. Luego ya vinieron las cosas importantes: el pasado, el futuro… Por el segundo me interesé especialmente porque sabiendo qué quería de la vida podía saber quien era ella hoy, en qué se había convertido. Por el pasado también me interesé… pero fui con cautela: No quería agobiarla con el típico interrogatorio del Lobo López tras diez años de no verse ni por casualidad.
Cuando por fin le pregunté por el temazo de la escritura ella se encogió de hombros y me dijo que lo había dejado en la misma época en que cortó conmigo. Yo le pregunté por qué, con lo bien que lo hacía… que hasta yo me había puesto a escribir de puro admirarla… blablabla… un poco sorprendido, algo triste, la verdad (la chica escribía de miedo) y algo orgulloso también, ante la perspectiva de que no hubiese podido seguir porque le recordaba a mi (confirmando maliciosamente que no era yo el único que había sufrido con la cosa). Nada de eso: No había una razón. Simplemente entre el COU, la universidad, y los entresijos de la vida cotidiana, perdió la costumbre de hacerlo. De alguna manera, aunque en realidad no nos hubiésemos visto en todos esos años, aquello me hizo sentir un poco solo. La chica había perdido en pocas semanas el impulso de una fuerza que, diez años después, a mi todavía me mantiene en órbita.
Hablamos de algunas cosa más, de trabajo, de vivienda, de independencia, de viajes, de la pareja, que no del amor ni del desamor... en fin, de esas cosas que se hablan a los ventilargos.
Igual alguien pensaba que iba a relatar un precioso reencuentro y resurgimiento triunfal del amor sobre el tiempo pero este post es un post sobre la pérdida.
Ahora venía la parte en la que contaba cómo todos mis posts anteriores habían desaparecido al cambiar de dirección. Confieso que tenía unas ganas locas de decir que esos 4 años acumulando casi 200 posts entre textos, fotos y collagges, se perderían en los archivos de blogger como lágrimas en la lluvia... (que es en verdad para lo que había empezado este post). Pero pasé a la versión beta esta misma mañana y tras el cambio he descubierto que están ahí otra vez. Después de varios meses desaparecidos, se me ha hecho extraño volver a verlos, ahí, como si nada.
Cuiden sus tesoros. No los vigilen, que eso está feo: cuídenlos, que no es lo mismo.