Al salir del avión,
desde el desembarco de la escalera, la pista se ve solitaria, solo un
avión, justo en frente, mirandome con su mirada de avión. En los bordes de la pista, se asoma apelotonada una multitud de arboles, silenciosa y
expectante. Es una estampa bonita, una reflexión sobre los límites del vacío, lo tumultuoso y lo solitario.
A pesar de ser de
día, al pié de los árboles la nieve se ve perderse en la oscuridad del bosque.
No hay montañas. No hay más horizonte que las copas de los árboles, los
edificios y los puentes de la autovía cercana, que se elevan un momento y bajan
otra vez con suavidad.
Es increíble como contrasta la topografía inmaterial de Berlin: tanta cultura, tanta historia, tanto arte, tanto ruido, tanta poesía, tanta sociabilidad, tanta locura, la Sodoma y la Gomorra que habíamos soñado y que hacemos realidad un montón de personas cada día… con la aburridísima topografía del territorio que la rodea: Plana. Berlín es una isla al borde de su rio. Un acontecimiento en distintos planos del vacío. Me siento aislado por sus periférias, pero lo llevo bien, tan grande es este amor.
Al salir de la terminal
pasaba el mediodía. El azul de la
noche -ya próxima, pero aún ausente-, comienza a apoderarse de todo tímida,
sutilmente. El día se deja hacer. En esta luz hay el punto inquietante y amable de una
coquetería: El twirlight, me digo en bajito mientras arrastro la maleta hasta
la terminal de tren. Mi voz me sorprende. El twirlight. Repito.
Pero hay algo más en el
aire, del mismo modo en que recién llegado a Andalucía los colores me parecían
tan intensos, intensis hasta lo irreal –tanto llegué incluso a hacerle una foto
a la calle donde en verdad he vivido desde hace muchos años-, encuentro ahora –y reconozco como a un viejo amigo-
el mundo de Berlín bañado en ese vaho eléctrico azul que da el reflejo de la
nieve.
Asimismo, del mismo modo
que la claridad y la nitidez de las costas mediterráneas inspira un el
sentimiento “trágico y solar” –el la verdad ineludible de existir-, la nieve
trae consigo una calmachicha luminosa, una belleza realista e inquietante digna
de los más lentos y terribles cuentos japoneses. Pienso esto porque mientras volaba he
estado leyendo, entre otras cosas (lujos del libro electrónico), un montón de
cuentos de Yasunari Kawabata y algunas de sus notas sobre su novela País de
Nieve… con lo que ahora
estos paisajes conectan dulcemente con mi estado de ánimo interior, mecido al swing
intimista del cuento japonés que impregna mi espíritu viajero. …aunque sea un
viajero que regresa.
No llamo aún a nadie.
Acostumbrado a viajar solo, he desarrollado una curiosa complicidad con mi voz
interior… que me va soplando todas estas palabras: Decido prolongar
esta sensación un poco más.
Y es que en verdad hay
tanta gente a la que llamar y echaba tanto de menos todo esto, tanto, tanto que en vez de
lanzarme al remolino de los reencuentros me dejo envolver sin prisa en esta tarde de
invierno que volverá a ser mi cotidiano a partir de hoy, Camino del
apartamento, me dejo llevar por las aceras a través de una noche fría y recién
estrenada, arropado, como un niño rescatado de las aguas, por el rugido la urbe
y sus engranajes, motores, pisadas, voces, sirenas, alguna música lejana y el
cercano crujir de las ruedas de mi maleta… amortiguados dulcemente por la nieve acumulada
en el borde de los caminos.
3 comentarios:
Se ve bonita Berlín, su helada capa y su cielo frío con tus ojos. Hermosas descripciones.
Un abrazo desde Málaga.
Berlín es el frío donde llegar.
Así lo recuerdo y así lo has pintado.
Berlín es un animal perverso. Ha hecho de su dieta la forma de sus calles y abrigos.
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