Es precioso estar leyendo a la vez
dos libros tan dispares como un ensayo de Kundera y una novela de Kenzaburo Oé
… Y que de pronto Kundera vaya y mencione tu libro de Kenzaburo.
¿Cuántas veces se refiere la
literatura europea a la novela japonesa contemporánea? Desde luego, no
muy a menudo. Últimamente un poco más, con Murakami, pero Murakami es muy
occidental y aunque tiene un estilo precioso, como dice Kittywoo, mi experta personal en
literatura japonesa, después de 4 libros tienes la impresión de haber leído mil
veces el mismísimo párrafo en que el personaje describe cómo abre la nevera y
come cualquier cosa, porque si, porque Murakami es un autor acogido por la
cultura indie española y, como todo lo que esta agarra, tiene a quedar
formateado como una etiqueta de consumible de calidad -la cultura indie es en
su mayoría burguesía intelectual bien formada- pero reiterativa.
Más allá de todo esto…
¿Cuántas posibilidades hay además de que de que en libro mencione a otro
libro de un continente a otro, de una cultura a otra, del extremo al otro de
oriente? Por cierto, desde los países centro europa, sobre los que se deslizó
la frontera del este tras la guerra mundial, hasta el extremo oriental, Japón,
el lejano país que había perdido esa misma guerra.
Si, es preciosa la coincidencia, es
precioso como me hace sonreírme íntimamente, a solas en el café donde vengo a
trabajar, leer y escribir, y a encontrar de pronto algo cosido con mi presente.
Es precioso sentir como si estuviésemos bajo un esquema mágico e invisible, un
tejido invisible que trasciende, un mensaje, un plan… o,
simplemente, una especie de show de Truman metafísico. Es decir: El mundo, algo
en el mundo, quiere vernos y nos pone un escenario. Y por ello hay que
entregarse a la magia y correr la aventura que nos toca.
El otro día me preguntaba mi amigo
Quico por qué nos gusta tanto cuando nos sentimos parte de un relato.
Hablábamos de Roma. Él ama Roma y yo le pedí que me contara por qué.
Después de decirme un montón de cosas que ya sabemos, especifiqué…
¿Qué le gustaba tanto a él de ella?. Él lo pensó unos segundos, durante
los que yo me imaginé en tonos de código fuente, las miles de referencias y
entresijos de esa inteligencia a la que tanto cariño tengo y que tanto me
divierte, concienzuda, iconoclasta, humilde y devastadora, podía esperar
cualquier cosa… pero no mi amigo simplemente ordenó sus sentimientos y los
sintetizó en una sola frase: Roma le hacía sentirse parte de un relato. Yo
recordé cómo Berlín me hace sentir exactamente eso: parte de un relato –más
bien una película-, que además sucede en el inquietante y excitante escenario
de la historia reciente, la que he vivido, la que ha marcado el cine y el arte
que plasma el mundo que conozco. Pero no dije nada. No podía hablar de
Berlin: Los dos amamos Berlín. Los dos lo compartimos cada día. Estábamos
en un precioso Kneipe berlinés de Ohlauerstrasse, uno de esos barecitos sumidos
en esa atmósfera inconfundible que dan las velitas y lámparas con densas
pantallas amarillas, chorreando su cálida luz en paredes desgastadas y enormes
flores radiantes de fresca melancolía… de fondo sonaba un tecno suave y
decadente; los muebles, todos recuperados de anticuarios de los años 50.
Disfrutábamos de una buena cerveza juntos, una tarde cualquiera, en esta ciudad
que ha sido el marco de la nueva amistad: el mundo que estamos creando juntos
desde hace apenas un año.
No, no podía hablar de Berlín:
Hablábamos de Roma y él. No se trataba de hablar de lo que los dos
amábamos sino de lo que cada uno amaba y por ello de la condición que lo hace
único: una historia entre mil, la historia propia.
A mi me pasa con el jazz. Confieso
que no sé mucho de jazz, le dije, pero me hace sentir parte de un relato.
Como Roma, aquello era muy estético,
escenográfico. Los dos nos concentrábamos en la estética de esos relatos. Otros
se meten en historias para sentirse parte del relato. Acción o paisaje.
Situacionismo o novela psicológica. Lo curioso es que nuestras vidas se trazaban
más como una novela psicológica.
Fue entonces cuando mi amigo me
preguntó entonces por qué se siente uno tan bien cuando siente que forma parte
de un relato.
Cuando uno se siente parte de un
relato, se siente parte de algo memorable, algo transmisible, algo que tiene el
suficiente valor como para ponerse en una narración y trasmitirlo a otro, al
futuro, a territorios más allá de si mismo. Lo que nos hace felices al
sentirnos parte de un relato, es la sensación de permanencia, a lo durable, a
un oasis de pequeña trascendencia en la nada cotidiana –la belleza, la
memoria-, una parte de la poca herencia que nos toca de la eternidad.
Adoro el jazz. Cuando suena jazz, la
música me ayuda a encarar mis acciones como parte de un relato. Me hace ver, de
algún modo, el valor que deben tener si hubiese una permanencia, me hacen
valorar la vida que dejaré flotando en la nada de lo ocurrido después de morir.
Me hace sentir parte de un relato, de algo transmisible, algo que podría
entregarse a otro y que es otro podría valorar.
Dicho en términos burocráticos: es
un aval, la certificación de un tercero, ajeno a nosotros y a la nada
contratante.
Es precioso estar leyendo libros tan
dispares como un ensayo de Milan Kundera y una novela de Kenzaburo Oé –no puedo
leer dos novelas a la vez, tiendo a ser fiel a una sola historia y mil
pensamientos-. Y es precioso que de pronto Kundera mencione a Kenzaburo.
Da la sensación de ser parte de un relato, la topografía de una aventura
secreta, las reglas de un juego escritas en algún sitio, una narración que te
acoge, una sombra de permanencia en el anodino abrasador del día a día, para
volcarla este pequeño momento en que abro el ordenador y empiezo escribir con
un instinto sobre mi tiempo alegre y devorador.
3 comentarios:
Una casualidad increíble, sin duda, de las que te pintan una sonrisa en la cara que cuesta explicar pero que se expande por dentro.
¡Un saludo!
¡Oh, soy efectivamente inmortal! ¡Qué potito!
¡Oh, soy efectivamente inmortal! ¡Qué potito!
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