Por
fin alguien se ha dignado, que diría mi madre. Llevábamos años diciendo que había que pasar a DVD
todas las películas de Super 8 que hay guardadas en alguna parte de la casa, en
ese lugar misterioso de la casa que se ha mencionado tantas veces y que uno
llega a preguntarse si existe realmente o es en verdad una leyenda, como “la
barriga del buey, donde no llueve ni nieva”, una especie de rincón en la
memoria de la familia en el que aguardan todas las cosas que ya no necesitamos
pero que no puedes dejar de recordar porque un día, algún día...
Después
de años hablando de esas cintas, ahí estaban, bajo la luz de esta misma mañana:
el pasado en DVD. Mi madre entró por la puerta,
sacó algo de una bolsa, puso los DVDs en la mesa donde mi padre y yo tomábamos
un aperitivo (cerveza y patatas casa paco) y la emoción nos recorrió a todos
por el cuerpo. Era mediodía, con las ollas burbujeando y la mesa a medio poner,
no hemos podido esperar para empezar a verlas.
He
visto muchas imágenes de mí de pequeño, desde bebé hasta cuando salí del
instituto –que es cuando yo siento que dejé de ser pequeño-, pero eran
fotografías, jamás me había visto como un bebé en movimiento. El movimiento
incorpora una expresividad que no pueden llevarse las fotos –a veces hasta la
belleza misma queda en el movimiento que la fotografía no puede atrapar-. En
este caso no era la belleza, era lo mucho que me costaba reconocerme,
escamoteado a la memoria que no lo puede asir, en el bicho que se escapa vestido
con mi cuerpo, el cuerpo de las fotos de mí. Secretamente, me invadía una tímida,
vergonzosa, sensación de rechazo hacia el bebé que se suponía que yo había sido,
lleno de movimientos torpes y adorables con los que estrenaba mi cuerpo.
En ciertas situaciones difíciles de sobre llevar, uno tiende a buscar algo en su memoria, alguna teoría, una historia, un algo que pueda explicar lo que le está pasando, o al menos, domesticar el tonto vértigo que le sobrecoge. Yo en aquel momento pensé que eso es lo que debían de haber sentido la gente que participó en los experimentos que hicieron para investigar el valle inquietante. ¿Y qué es el valle inquietante?, me habrían preguntado mis padres… de haber sabido lo que estaba pensando.
Se
conoce como “Valle Inquietante” el efecto por el cual la curva que relaciona el
parecido entre un robot y un humano (el antropomorfismo del robot) con la
empatía que un ser humano siente por él, curva en un principio ascendente, cae
violentamente cuando el ser humano empieza a tener dificultades para
distinguirlo y lo rechaza, presa de una gran inquietud, del vértigo de la
identidad usurpada, quizá del terror... en todo caso de algo que gravita entre
el miedo a que le tomen a uno el pelo y la usurpación de la identidad de lo
humano. Hay también quien lo ha explicado a través del reconocimiento de la muerte,
de lo insano, de lo inerte en un semejante.
Conforme
el androide es más y más parecido al ser humano, la curva vuelve a estabilizarse
y a ascender de nuevo, constante e indefinidamente, dejando al observador,
lleno de seguridad y empatía en el otro lado del valle.
Supongo
que es el punto en que ya no podemos distinguirlo a simple vista. Nos hemos
tragado 100 veces esta historia –y los problemas sociales que conlleva- en
películas como Blade Runner o Alien, donde cada equipo contaba siempre con un
androide que nadie recordaba que era Androide hasta que el alienígena lo partía
en dos o intentaba inocularlo y en lugar de sangre todo se llenaba de una gelatina blanca. El androide siempre seguía hablando, sin sufrir, sin preocuparse por nada que no fueran los demás... Aquello era una firma de autor.
Como
observación curiosa, se dice que en Japón el efecto o la profundidad del “valle
inquietante” es menor. Por un lado
porque los robots tienen mayor aceptación por influencia del sintoísmo –que
contempla que también las cosas tienen alma- y, por otro lado, y de un modo más
complejo, por la capacidad y el desparpajo japonés de integrar en su literatura
fantástica la alta tecnología y las mitologías tradicionales. Después de años
de manga y anime, cualquiera se puede imaginar sin aspavientos un dios japonés
mitad samurái y mitad amalgama cibernética. Pero siendo francos… a ver quién se imagina un Cristo con
aposiciones cibernéticas y dos pistolas.
Si,
como lo están leyendo: viendo los vídeos familiares de cuando era un bebé, pensé
en robots, en Japón, en divas indies de un romance inchable, en Cristo Samurai y en Blade
Runner.
Pero yo no soy japonés y nadie
me había puesto delante del nuestras cintas, de nuestra vida de principio de
los ochenta rescatada del superocho, vuelta al presente después de décadas, sin avisos ni tramitaciones. Pensé
en el insolente espectro del tiempo. Y con cierto sentimiento de venganza hacia
la vida y hacia el niño en el que no me reconocía pero que tenía todas –todas-
las papeletas para ser yo, pensé en la vida, tan hermosa, tan terrible... tan
incierta. En el fondo –me he dije recordando todo lo que ha venido después-… no sabe lo que se le viene encima. Danza
pequeño. Corre de un lado a otro. Te vas a enterar.
Aquella
tarde de vídeo llegamos a reconocernos. Fue en el capítulo del tren eléctrico. ¿Por qué entonces? Pues porque los dos recordamos ese tren, los dos sabíamos donde estaba el botón que
lo activaba (una plaquita metálica que se deslizaba de un lado a otro como una
lengua de cobre que asomaba para burlarse del mundo bajo las ventanas frontales de un talgo azul). Los dos
ascendimos por la ladera, dejando abajo el valle inquietante, lleno de
niebla existencial y de temores latentes, en el instante mismo en que
esos dedos del vídeo fueron de nuevo mis dedos y el tren azul se puso a dar vueltas sobre
toscas vías dispuestas con ayuda de mi padre en el suelo del salón.
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