Las ciudades fronterizas son lugares
donde al borde de una línea se desordena el mundo, lugares en que la realidad
se dibuja y se desdibuja continuamente: en ellas se acumula aquello que los
países rechazan y aquello que atraen hacia sí. La fronteras son lugares de
espera eterna y de fuga eterna, de intercambio y de encuentro, y a la vez de
separación y rechazo, lugares llenos de historias y objetos que no saben de qué
línea estar, objetos extraños, inútiles y encantadores como una cafetera
derretida, como una tira de fotos de otro verano, osos de peluche perdidos,
historias que no saben donde inscribirse, la de los amantes, la de los que se
quieren, la de los que no se quieren nada y la de los que se quieren mucho y se
desean y la de los que se asoman con vértigo al poder perderlo todo. Las identidades al borde de las fronteras se hacen reales y confusas, de
llenan de contrastes y de preguntas, de ese no-se-qué-que-qué-se-yo que es al
final lo que hace persona a las personas, batiéndose entre temor e ilusión,
entre las ansias de volar por encima de las fronteras y el miedo al mundo que
espera más allá de la verja. Es duro coexistir en las fronteras. Te puede
convertir en pura tolerancia y te puede convertir en un tio bastante hijo
de puta. Mucho más de lo que creyó el niño que llevas dentro y que te ve cuando
te miras en el espejo, con los ojos de quien mira a través de la verja de los días.
Foto: tomada de http://www.ahoratijuana.com/historia/
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