La conexión no es muy buena. Ella se acerca a su pantalla para escucharme mejor. Sus ojos, vistos muy de cerca, se tornan un azul turquesa, irreales y apacibles como el agua de las playas que salen en las fotos de las agencias de viaje. El sonido se estabiliza. Se aleja de la pantalla. La imagen se pixela por un momento. Cuando vuelve a perfilarse, sus ojos, de un gris azulado y serio, atienden al camarero por encima de la pantalla. Yo la dejo elegir el menú tranquilamente. El camarero se marcha. La conexión ha mejorado. Mientras le cuento mis cosas, ella sonríe concentrada y me mira con esos ojos que ahora son de verde pálido y a la vez rebosante de una tierna ilusión por la vida. Mientras conversamos, me es imposible no acordarme de aquel lápiz Faber Castel 172 - Grünerde - con el que, sin decirle nada a nadie, manchaba los planos de fachada de mis edificios. Era pática sutil e invisible, pero suficiente para darles ese halo de vida, microscópica y bulliciosa que forman todos los hongos, microbios y demás seres diminutos que habitan en la superficie de las cosas, oxidando, fecundando, fermentando y oscureciendo las paredes de los edificios al arrojar sus diminutas sombra los unos sobre los otros. Aquel lápiz era como una varita mágica que animaba las cosas.
Me he distraído completamente de lo que hablamos. Me contengo la risa: no quiero tener que reconocer o, lo que es peor, no sé cómo reaccionaría si le dijera que me he distraído pensando en sus ojos y en un lápiz de color. No sé si comprendería, así a bote pronto, la enorme dignidad de todo esto: lo importante que este lápiz fue para mí y lo profundo que a veces uno tiene que bucear para encontrar en el propio mundo algo que le ayude a asimilar el presente, asombroso como el par de ojos que ahora me sonríen sin saber muy bien por qué me he callado de pronto.
Nos callamos un momento, sus ojos verdean, azulean, se oscurecen instante y cuando reemprendemos la conversación, y se llenan otra vez de luz. Me arrolla entonces dulcemente esa sensación de infinita belleza y desamparada ternura del mundo (y con ellas, por qué no decirlo, la sombra inquietante de un temor conocido ¿cuál? El de mí mismo: he hecho tantas gilipolleces por la belleza que a veces no puedo evitar que me haga temblar como un perro chico).
Casi me tengo la tentación de confesarle que no la escucho porque me acuerdo de un lápiz... ¿para qué? Para que se enfade conmigo y le de una tonta rabieta, y se crezca y empiece a echar rayos por los ojos y serpientes por la boca por una chorrada que no entendería y que me hará explicarle mil veces, sacándome de quicio... para dejarla en definitiva ocupar más y más el minísculo espacio del presente tan torpemente cosido por una llamada de skype.
No la enfado, lo dejo estar, le digo nada... hay que ser prodente. Pero la verdad es que tengo añoranza tremenda de sus ojos, esos ojos que me buscan desde el otro lado de las fiestas y me encuentran en
mitad de un baile, esos ojos que me dicen tantas cosas por encima de la mesa de la cocina, de los mapas de carreteras, del tablero
de backgammon; esos ojos que me piden un poco de paciencia
cuando le enseño mi idioma y me lo conceden a mi cada vez que yo me hago
un lío con el suyo; esos ojos que buscan conmigo rutas campo a través, esos ojos que me gusta tanto mirar sin que se den cuenta, oteando sobre el horizonte y los documentos... esos ojos que no sabría descibir más allá
de ese color que no está claro pero que es precioso cada vez, como
el agua de un arroyo en el que se ve el cielo reflejado y el fondo al mismo tiempo, como el mar, siempre iguales y distintos, varados en el instante en el que todo es posible... y qué así me lo recuerdan, cuando se recuesta en la almohada hablándome muy de cerca para no despertar a
nadie - tan cerca que respiro el aire cálido que sale de su cuerpo -, con esos ojos suyos que cada vez me saludan y me recogen, llenos de paz y de asombro, como si acabáramos de nacer.