Hay algo mágico en vivir en una ciudad nueva, algo que buscamos muchos viajeros, a saber: que cada día es nuevo en ella y que uno mismo es, de un modo crudo y salvaje, nuevo en ella cada día. Pero también hay una desventaja en vivir en una ciudad nueva: las escasas posibilidades de compartir tus sentimientos e inquietudes más íntimas, violentas, ingestionables, inconfesables... y todas esas cosas que requieren un interlocutor de esos que en la vida solo se consiguen con el cocer lento de la amistad (el amor es conocimiento y conocer exige dedicación).
Cada vez que se cambia de ciudad, se vive la maravillosa aventura del descubrimiento y la exploración del mundo, pero también la del alejarse del mundo conocido, en el que se tiene experiencia y en cuyo poso, quizá han echado raíces lentamente grandes amistades. Así, explorando el mundo, junto a la salvaje y alegre fascinación de sentirse parte de él, hay también raíces arrancadas que se arrastran por la acera.
Por alguna extraña razón, tiendo a memorizar las aceras de cada ciudad que conozco. París y Burdeos, asfalto bien pulido. Granada, piedrecitas alargadas intercaladas con baldosas. Berlín, piedrecitas cuadradas intercaladas con una hilera de losas de piedra. La costa de Andalucía está baldosada con unas piezas horribles de un gusto pésimo, que alguien convenció de comprar a todos los ayuntamientos... pero, en fin, son las baldosas sobre las que he corrido aventuras. Puedo diferenciar ciudades por el modo en que hacen sus aceras y el modo en que mis raíces se arrastraron por ellas, encontrando quizá un resquicio entre los adoquines y las grietas del asfalto para hundirse en la tierra, ligándome a ella, haciendo cada ciudad un poco mía y recordándome, cada vez que vuelvo a visitarla, que yo también soy un poco de ella.
En suma, es jodido estar jodido cuando se vive en una nueva ciudad, porque además de estar jodido es probable que se esté bastante solo.
He tenido la suerte de tener unos padres que me han tratado como a un amigo. Han confiado en mí plenamente, a pesar de mis fallos, y me han hecho entender que puedo confiar en ellos plenamente, a pesar de los suyos. Esto no es moco de pavo. Es un regalo que va más allá de la educación, de la protección y del apoyo, de todo eso que es el ejercicio de ser padres. Algo que se interna en el ejercicio libre y arriesgado de la amistad.
Caminando por una ciudad nueva, un nuevo capítulo de mí, me doy cuenta de que estoy pasando una línea marcada en mi propia historia. La línea que marca el momento en el que me doy cuenta de que mis padres son ya mayores, de que, si bien tienen experiencia, no tienen ya la flexibilidad mental y la apertura para explorar problemas y soluciones con la habilidad y creatividad de antes. Tienen experiencia, de eso no hay duda. Pero no tienen más de la que tienen, y quizá yo ya tengo más que ellos en ámbitos que nunca exploraron y, aunque no fuera así, no menos cierto es que con la experiencia que tienen, arrastran también la impresión de que el mundo es como el que han conocido. La biblioteca de soluciones de la que disponen pertenece a un mundo que -ellos mismos dicen- “es como es”, mientras el mundo es en realidad una perpetua transformación de las posibilidades.
Esto, después de una vida entera contando con ellos como consejeros, me trae de nuevo aquella sensación de estar arrojado a la existencia con cierta e irremediable soledad. Sé que puedo contar con ellos -siempre podré, mis padres son el amor personificado- pero sé que tengo que contar también con sus limitaciones, que poco a poco son más de las que me imaginaba: a veces mis problemas superan esas limitaciones en un mundo que ya es mas mío que suyo. No hablo del darse cuenta de que mis padres ya no son los héroes que creía (eso es algo con lo que ya me espeté de lo lindo a los dieciocho años), no, sino que hoy, además, nuestros tiempos y nuestros mundos divergen irremisiblemente.
Mi madre me dijo una vez que uno es viejo cuando ya no acepta los cambios con facilidad. Me doy cuenta de que me mis padres hace tiempo que ya no aceptan mundos distintos, incluido el mío,el que vivo y el que sueño, el que se transforma cada día y el que quiero construir: un mundo que se expande sin parar y en el que ahora tengo que tragarme, sin ellos, los frutos más dulces y también los más amargos de mi asombro.
Collage: Con una fotografía de Yseult - YZ. Arte callejero en Berlin, tomada del blog Brooklyn Street Art + imágen de Coco, de Barrio Sésamo.
4 comentarios:
Cuánto tiempo sin leerte. Comparto la misma sensación que tú: me mudé hace un año, con unos cuantos viajes por medio, y me sigo sintiendo a ratos como exploradora que conoce terreno nuevo. Eso sí, también te digo que así es como mejor se disfruta de la esencia de la ciudad donde estás porque la conoces y la miras de una forma que otros ni se paran a apreciar. Lo noto cuando paseo con alguien y ellos miran el suelo y yo miro los edificios.
Un beso y sigue escribiendo.
Hace tiempo que estoy frustrada por algo y acabo de darme cuenta de lo que es al leerlo en tus palabras: mis padres no pueden ayudarme. O no como a mi me gustaría. Las soluciones que proponen a todos mis problemas están obsoletas. Se enfadan al ver que no sigo sus consejos, pero es que no son válidos. Ya no. Ahora el mundo tiene internet, ahora ha pasado, son cambios constantes que ellos ya ni perciben. No había caído en eso. O sí, pero no lo había verbalizado nunca. Qué alivio.
Hacía mucho también que yo no os leía. Aprendiendo a superar la ausencia de grandes consejeros, que el tiempo pasa, que la vida rueda bajo los piés y te lleva a sitios inesperados, que crecemos... al menos es un gusto saber que seguís en los reconvecos de la blogosfera.
Y dónde si no. Es la única manera de permanecer para mi, que siempre me estoy yendo :)
Publicar un comentario