Todas las ciudades, las bonitas y las feas, son maravillosas, porque la ciudad, de por si, es un hecho sorprendente. La ciudad es un sistema activo y abierto (y la que no, es pura pretensión, una falacia): la ciudad es un tejido vivo, con sus placeres y sus dolores, con sus cosas buenas y sus terribles enfermedades y achaques de ciudad, pero vivo de un modo u otro. …¿y no es increíble la vida?
Pero esto se nos olvida a veces, desdibujado por lo cotidiano, por la rutina, por el cansancio que nos hace llegar a casa con el único deseo de cerrar los ojos y esperar a que llegue otro día, para levantarnos como nuevos y tirarlo igual por la ventana.
Sin embargo, a veces, la visita de alguien a quien se quiere me hace revalorizar sin darme cuenta mi lugar, mis barrios, mis calles, mis rincones, mis ambientes… mi ciudad en suma. La que me toca. Cuando viene alguien que me importa, por ese tiempo, no solo trato de mostrar lo mejor de mi ciudad, sino que saco de mi mismo la capacidad para poder apreciarlo y de que esta persona pueda verlo también a través de mi óptica . Así agarro mi ciudad, le busco los brillos donde los solía encontrar, y cuando los reconozco, trato de regalarla, si no la ciudad, al menos algo que le pertenece y que la hace única, algo que trato de concretar delante de esta persona, pero que no deja de ser también una parte de mi mismo.
Y trato de dárselo simplemente porque mientras no está y se echa de menos, no podría darlo… por ese instinto nuestro de querer equilibrar el pequeño vacío en el tiempo que nos ha separado. Ese instinto que lo mismo nos echa a follar fieramente, que a pasear incansablemente por los lugares de todos los días, chequeando cada poro de la realidad.
Cuando se vive en una ciudad es fácil olvidar lo bueno que tiene, quizá porque se la somete a crisis constantemente, cada vez que uno se queja, cada vez que se comprueba cómo tal esquina o tal situación no ha mejorado, cada vez que se detiene uno en el semáforo interminable o pasa una autobús llenando todo de humo o un gilipollas simplemente… (la gilipollez es que es dura de asumir, por mucho que uno crea tener experiencia, siempre parece la primera vez).
Un visitante, es pues, una tregua, una reflexión. Un nuevo elemento exterior que se introduce por un rato en el sistema y nos revela como el sistema, tan frágil, tan precario y tan impresionante a la vez, sigue funcionando, y las pequeñas luces brillan aún: cómo una ciudad es una ciudad porque es habitable, porque puede soportar un instante de felicidad.
Acabo de dejar a Mica en la estación, después de dos días caminando por ahí y hablando sin parar, mirándolo todo como niños en un supermercado (en verdad como siempre que, dado que no tenemos mucho en común salíamos a buscar lo que nos gustaba por ahí). La visita de Mica, me ha hecho ver que lo echaba de menos bastante más de lo que creía, pero al tiempo me ha hecho comprobar lo mucho que me echaba de menos también a mi mismo.
Pero esto se nos olvida a veces, desdibujado por lo cotidiano, por la rutina, por el cansancio que nos hace llegar a casa con el único deseo de cerrar los ojos y esperar a que llegue otro día, para levantarnos como nuevos y tirarlo igual por la ventana.
Sin embargo, a veces, la visita de alguien a quien se quiere me hace revalorizar sin darme cuenta mi lugar, mis barrios, mis calles, mis rincones, mis ambientes… mi ciudad en suma. La que me toca. Cuando viene alguien que me importa, por ese tiempo, no solo trato de mostrar lo mejor de mi ciudad, sino que saco de mi mismo la capacidad para poder apreciarlo y de que esta persona pueda verlo también a través de mi óptica . Así agarro mi ciudad, le busco los brillos donde los solía encontrar, y cuando los reconozco, trato de regalarla, si no la ciudad, al menos algo que le pertenece y que la hace única, algo que trato de concretar delante de esta persona, pero que no deja de ser también una parte de mi mismo.
Y trato de dárselo simplemente porque mientras no está y se echa de menos, no podría darlo… por ese instinto nuestro de querer equilibrar el pequeño vacío en el tiempo que nos ha separado. Ese instinto que lo mismo nos echa a follar fieramente, que a pasear incansablemente por los lugares de todos los días, chequeando cada poro de la realidad.
Cuando se vive en una ciudad es fácil olvidar lo bueno que tiene, quizá porque se la somete a crisis constantemente, cada vez que uno se queja, cada vez que se comprueba cómo tal esquina o tal situación no ha mejorado, cada vez que se detiene uno en el semáforo interminable o pasa una autobús llenando todo de humo o un gilipollas simplemente… (la gilipollez es que es dura de asumir, por mucho que uno crea tener experiencia, siempre parece la primera vez).
Un visitante, es pues, una tregua, una reflexión. Un nuevo elemento exterior que se introduce por un rato en el sistema y nos revela como el sistema, tan frágil, tan precario y tan impresionante a la vez, sigue funcionando, y las pequeñas luces brillan aún: cómo una ciudad es una ciudad porque es habitable, porque puede soportar un instante de felicidad.
Acabo de dejar a Mica en la estación, después de dos días caminando por ahí y hablando sin parar, mirándolo todo como niños en un supermercado (en verdad como siempre que, dado que no tenemos mucho en común salíamos a buscar lo que nos gustaba por ahí). La visita de Mica, me ha hecho ver que lo echaba de menos bastante más de lo que creía, pero al tiempo me ha hecho comprobar lo mucho que me echaba de menos también a mi mismo.
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