I
El viernes a las nueve llamé a J por teléfono, los del grupo Adobe me habían propuesto ir a un concierto de Mujeres del Mediterráneo o algo así, pero la noche del viernes yo me sentía demasiado oscuro como para citas tan hermosas. Honestamente, yo quería algo feo, feo como el aire viciado de tabaco y voces, la música dura, y la atmósfera del neón. Cuando J cogió el auricular, le dije con voz grave que quería ver las llamas por encima de los tejados, él, me contestó que efectivamente, esa noche, la ciudad ardería… con es misma voz, la misma ridícula pose de emperador romano deliberadamente novelesca. En seguida nos decidimos a localizar al resto de los colegas para preparar una buena noche de viernes.
Una hora más tarde, entre móviles apagados o sin coberturas, novias, y perreras caseras, J, con ese ánimo vitalista que lo caracteriza y que en cierto sentido siempre hemos sabido que nos une, me dijo que no importaba, que quedaríamos él y yo… Mmmm… me dije, esta es una de esas en las que se abre la cajita de las noches inusuales… no se, J, pero yo estoy pensando que con una perspectiva así, y el frío entrando y eso… va encartando una visitilla a las Termas.
Le entusiasmó como si hubiese contestado a la gran pregunta de un concurso. Y quedamos que vendría a casa a echarse un Ricard en la terraza mientras hacíamos tiempo a que apareciera alguien más. Por ejemplo, alguien que saliera del cine y dejara a su novia, “hasta mañana mi amor” (…) “Si, Seré bueno.”
Nadie apareció.
Me cago en el amor.
A la media hora, via Messenger, J me decía que a lo mejor se quedaba en casa, que estaba teniendo la conversación más caliente de su vida con su chica en el Messenger y que iban a poner la cámara web… a lo cual le dije que qué a lo mejor ni qué niño muerto, que como no se quedara en casa, como lo viese aparecer bajo mi balcón, lo estaría esperando con cera hirviendo y flechas. Que se quedara en casa o le cortaba las orejas… que no se preocupara por mi, que me las arreglaría.
Menos mál que tu me comprendes, me dijo.
Porque soy igual de guarro, enga tio, una brazo y a disfrutar… marranos.
Un abrazo tio.
En cierto modo y ahora que tendría que quedarme solo la noche que supuestamente iba a ser la gran juerga, tenía prisa por colgar el teléfono y abrir la puerta a la soledad que parecía esperar detrás de la puerta con una botella de vino. Mi soledad es educada, generosa, disfrutona… a veces incluso exquisita.
Y llevaba tiempo esperándola.
Me asomé al balcón, miré la ciudad calle abajo, me pareció más lejana… me puse un Ricard con hielo y agua, bajé las luces y me eché allí mismo, a leer a Paul Auster, tirado en la jarapa, con la cabeza hundida entre los cojines que me traje de Turquía, Ella Fidgerald de fondo y el rumor de la gente que de cuando en cuando pasaba bajo el balcón (conversaciones jadeantes cuando suben, el paso acelerado cuando bajan la cuesta… y todo amplificado por la geometría de una calle estrecha)
Me sentí más rico que un rajá.
Aquel era el momento que había estado esperando desde que me mudé: un momento, por fin, en el que el tiempo simplemente pasara, gratuito e inevitable, generoso y solitario, un momento en que la obligación de vivir me pillara dentro de la casa. Sentí que por primera vez habitaba completamente la casa a pesar de no haber colgado los posters, carteles y papelotes varios que normalmente llenan mis paredes… Que aunque que mi desorden solo existía por ahora en un mundo horizontal de mesas, suelo y baldas de estantería entre paredes desnudas, la casa ya me había aceptado.
Una hora más tarde, entre móviles apagados o sin coberturas, novias, y perreras caseras, J, con ese ánimo vitalista que lo caracteriza y que en cierto sentido siempre hemos sabido que nos une, me dijo que no importaba, que quedaríamos él y yo… Mmmm… me dije, esta es una de esas en las que se abre la cajita de las noches inusuales… no se, J, pero yo estoy pensando que con una perspectiva así, y el frío entrando y eso… va encartando una visitilla a las Termas.
Le entusiasmó como si hubiese contestado a la gran pregunta de un concurso. Y quedamos que vendría a casa a echarse un Ricard en la terraza mientras hacíamos tiempo a que apareciera alguien más. Por ejemplo, alguien que saliera del cine y dejara a su novia, “hasta mañana mi amor” (…) “Si, Seré bueno.”
Nadie apareció.
Me cago en el amor.
A la media hora, via Messenger, J me decía que a lo mejor se quedaba en casa, que estaba teniendo la conversación más caliente de su vida con su chica en el Messenger y que iban a poner la cámara web… a lo cual le dije que qué a lo mejor ni qué niño muerto, que como no se quedara en casa, como lo viese aparecer bajo mi balcón, lo estaría esperando con cera hirviendo y flechas. Que se quedara en casa o le cortaba las orejas… que no se preocupara por mi, que me las arreglaría.
Menos mál que tu me comprendes, me dijo.
Porque soy igual de guarro, enga tio, una brazo y a disfrutar… marranos.
Un abrazo tio.
En cierto modo y ahora que tendría que quedarme solo la noche que supuestamente iba a ser la gran juerga, tenía prisa por colgar el teléfono y abrir la puerta a la soledad que parecía esperar detrás de la puerta con una botella de vino. Mi soledad es educada, generosa, disfrutona… a veces incluso exquisita.
Y llevaba tiempo esperándola.
Me asomé al balcón, miré la ciudad calle abajo, me pareció más lejana… me puse un Ricard con hielo y agua, bajé las luces y me eché allí mismo, a leer a Paul Auster, tirado en la jarapa, con la cabeza hundida entre los cojines que me traje de Turquía, Ella Fidgerald de fondo y el rumor de la gente que de cuando en cuando pasaba bajo el balcón (conversaciones jadeantes cuando suben, el paso acelerado cuando bajan la cuesta… y todo amplificado por la geometría de una calle estrecha)
Me sentí más rico que un rajá.
Aquel era el momento que había estado esperando desde que me mudé: un momento, por fin, en el que el tiempo simplemente pasara, gratuito e inevitable, generoso y solitario, un momento en que la obligación de vivir me pillara dentro de la casa. Sentí que por primera vez habitaba completamente la casa a pesar de no haber colgado los posters, carteles y papelotes varios que normalmente llenan mis paredes… Que aunque que mi desorden solo existía por ahora en un mundo horizontal de mesas, suelo y baldas de estantería entre paredes desnudas, la casa ya me había aceptado.
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