viernes, 14 de octubre de 2005


        Lean a Paul Auster.
        Lo digo de corazón: léanlo.
        Es muy bueno.
        Estuve 2 horas leyendo… hasta que apareció la palabra Bicicleta y una imagen me pasó por la cabeza arrancándome de la calma: mi bicicleta amarrada en alguna parte de la ciudad. La gente pasando vestida para la noche de viernes a la que no asistiría, y la bicicleta ahí atada desde medio día.
        Luché contra mi mismo un buen rato: una página más un párrafo más próximo capítulo…
        Pero la bicicleta podía más que Paul Auster, que Ella Fidgerald, que la jarapa y los cojines, la ventana abierta a la noche infinita, que en verdad dada la estrechez de la calle, no es más que una fachada sin ventanas amarilleando a pocos metros por la luz de la farola… lo cual, así dicho, no parece muy bonito… y probablemente no lo sea, pero a mi me gusta,
        qué coño,
        me encanta…
        ¿Quién iba a tener esa piel de cal vieja ocupando todo el marco de la ventana como la pantalla de una inmensa lámpara?
        Finalmente tuve que dejar el libro y bajar a buscar la bicicleta.

        Abajo la ciudad hervía de gente... había olvidado esa imagen de las ciudades de interior el último fin de semana entre los exámenes de septiembre y el curso. La mezcla de varios torrentes, los que vuelven de las vacaciones, los que han terminado su encierro y salen a la luz del sol con autentico moreno de obrero, y los que se ven arrastrados por la corriente.
        Electrizante.
        Volví a casa con la misma inquietud con que había llamado a J a las 9 de la noche, pero sin saber donde ponerla. Quería salir. Quería salir como no había salido en todo el verano, quería un puto gin cola con rock and roll. Hice algunas llamadas… el único que tenía el móvil encendido era, milagrosamente, el Capitan Ocio… pero estaba en un tren a Barcelona…
        Le expliqué mi situación, y a pesar de hacerme el remolón por razones que conozco de sobra,
        a pesar de asegurarle no sería la primera vez que el romanticismo se ve sepultado por el aplastante peso de la realidad,
a pesar de que no,
de que ya hacía tiempo del oscuro chaval que salía por en centro de la ciudad sin contar con nadie…
        al final me convenció de que saliera,
de que no iba a estar tan mal,
de que ya vería.
        Por algo lo llaman El Capitán Ocio.
        Así que busqué un poco de abrigo, unas monedas y salí al mismo mundo que hacía rato me había visto perderme por un callejón empujando una bicicleta.




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