Me despierta un ruido de coches en crescendo, mucho antes de que el despertador suene. Primero son unos pocos, fugaces, shiuuuuhhh….
Shiuuuuuhhh.
Cuando empiezan a coger un tímido ritmo me despierto; el cielo está azul oscuro, la calle dorada por los últimos rayos de las farolas. Bebo agua, tengo una erección. La acaricio un momento, la agarro. La saludo. Es tan agradable tener la polla tiesa y dura. Me recorren escalofríos. Los coches siguen pasando en el silencio. Me doy la vuelta, aparto las almohadas y me echo todo lo largo que soy en la diagonal del colchón, dispuesto a disfrutar del metro treinta de la cama los 40 minutazos que quedan. Lo hago así, teatralmente, dejo caer mi cabeza desde los 20 centímetros que la separan del colchón. Más abajo, aprieto mi erección contra él. La aplaco a la fuerza. Esa resistencia es una sensación muy agradable. Es sexual y no lo es. Es algo más, más primitivo, placer sin expresividad. Es como un círculo en el que el sexo pasa secante.
A partir de aquí no duermo exactamente, dormito, tengo algún sueño ligero pero algo dentro de mi sigue el ritmo de los coches esperando a que el despertador suene. Cuando ha pasado a ser un zumbido continuo aderezado de claxons empiezo a pensármelo hasta que por fin me decido.
Casi nunca llega a sonar el despertador.
Me pongo en pie de un salto. Agarro el reloj (al otro lado de la habitación, me obligo a levantarme). Quedan 5 minutos. 10 minutos. 1 minuto. Depende del día, pero siempre queda poco. Relojes biológicos. Rutinas inofensivas. Este es todo el daño que pueden hacerme.
Suspiro, pero no puedo asimilar esa tristeza de las mañanas, de los lunes sobre todo, de las que tanto se queja todo el mundo. Estoy algo cansado, tengo algo de sueño, pero estoy feliz. Simplemente y sin saber muy bien por qué. Quizá sea solo que me gusta el pasillo, me gusta la cocina, los cacharros, el café, la sensación de mis pies dentro de las zapatillas… me gusta Malasaña y me gustas tú, que en alguna parte de otra cuidad te levantas también y sigues tus propios rituales (pienso en la escala de tus cosas, la escalas que van desde la de tus bragas a la gran calle donde coges el autobús).
Dejo que esta certeza me acompañe de la cocina al baño, al calentador, que me proteja del viento para encender una cerilla y acercarla al gas.
Desayuno delante de un telediario, hablando solo, interrumpiéndome a mí mismo con recordatorios del día y pensamientos en alto. En el fondo deseo que fuese sábado y me prometo una vez más que el sábado me levantaré a la misma hora para ser igual de feliz. Cosa que no cumpliré.
Hay un momento que no me gusta. Es cuando tengo que elegir la ropa… normalmente la tengo elegida desde la noche antes, cosa que no me libra de alguna duda o incluso un cambio de planes. Exploración con los cajones, conversación breve con mi imagen en el espejo. Dudas, un par de qué se jodan y la convicción de que en este país los hombres vestimos aburrido.
Lo siguiente es no olvidar nada. Mientras me abrocho el cinturón corro por la casa. Llaves, cartera, tabaco, esos papeles que repletos de notas que guardo en el bolsillo…. Pero siempre olvido algo, siempre vuelvo a entrar en la casa. No falla. Es salir y algo aparece por fin en mi cabeza, para obligarme a volver a entrar. Temo que se convierta en un tic. Me pregunto si no valdría ponerle dos puertas a la casa. ¿Lo aceptará este duende cabrón? Si, lo confieso, lo de mi despiste me tiene algo traumatizado.
Llega el momento de elegir el medio de transporte. Me acerco a la ventana. Los coches se agolpan en una torpe procesión.
Avanzan unos metros: uno se despista: queda un vacío : l o s o t r os lo empujan. Como en una cola de escolares, pero infinitamente más aparatosa, torpe, tediosa.
A veces tengo la impresión de que las ciudades del mundo forman un mismo ser los lunes por la mañana. Una misma materia dinámica, congestionada y humeante, viscosidad de chatarra y preocupaciones. La humanidad vuelve a su alienación por un río podrido de asfalto. Yo miro la luz caer y el mar de fondo sobre este espectáculo, y pienso cómo seguiría habiendo esta luz y este mar si nosotros no existiésemos, bañando la paz en el silencio. Siento esta luz sobre la chapa de los coches como un resto vivo de esa paz, una prueba omnipotente de que podría existir, de que somos nosotros los que hemos interpuesto nuestra fealdad en su trayectoria hacia la tierra.
Creo que hoy iré en bus. Antes de salir hay que coger un par de libros. Hoy llegaré a trabajar después de una buena sesión de” lectura en espacios públicos.“ Esta mañana el bus, al final de la tarde quizá sea la terraza de un café. Lo que hay en medio es el día completo, mi bendita rutina. Que empieza cuando llego al estudio y saludo a todo el mundo, tan alegremente como si mañana mismo nos fuesen a dar las vacaciones (y más de uno pensará que parezco gilipollas, pero que se joda: es más amargo su pensamiento, de ese sabor no le va a salvar ser más listo y cínico que yo). Y acaba cuando me despido, hasta mañana… y si queda alguien, casi ni contesta. Salimos al mundo hermoso de la tarde mediterránea como si llegáramos muy tarde a una fiesta. Pero es temprano ahora para reflexiones sobre el horario de trabajo.
Salgo de la casa. En el sexto escalón me acuerdo de algo. Vuelvo a entrar a cogerlo, entro y salgo. Salgo como cada día.
Me agrada brutalmente el fresco recibimiento que te hace el mundo al salir al exterior. No. No es lo mismo que salir a una terraza, en una terraza está todavía el aliento de la casa. Al salir a la calle, es el aire fresco sin remisión, la luz y el arropo del paisaje, nuestra cuarta piel. Vestido completamente con el mundo, emprendo mi día, como una rata feliz entre la maleza.