Un poco cansado de todo esto me volví y caminé hacia el borde del dique como un perro que decide olisquear por otro lado. Mi primer instinto fue el de mirar si se veía el fondo. El agua estaba de un verde cristalino y las rocas de la pared, cubiertas de algas, se perdían hacia el fondo como las colinas de algún oscuro y frondoso planeta. Al fondo, brillaba su luna entre el polvo suspendido. Una lata probablemente, aún sin oxidar, no haría mucho que estaba allí: un objeto joven, pensé, un recién llegado al mundo misterioso de los fondos de los diques y los ríos de todas las ciudades del mundo y de todo lo que se han tragado.
Fuera del agua hipnótica y helada, en algún punto, detrás de mí, ella miraba distraída a su alrededor, dando vueltas sin mover los pies, cruzando y descruzando las piernas con las manos en los bolsillos y el pensamiento ligero de una modelo de catálogo de otoño.
Unos patos, un ciento quizá, aleteaban en el agua. Flapflapflapflap. Los aplausos arrugaron lejanamente el silencio, amortiguados por la humedad del mediodía. Desde el borde del dique hice una reverencia a una platea inexistente para hacerla reír. Lo conseguí. Sin volverme, saboreé el sonido de su risa, su música femenina en medio de aquel instante sin eco.
Al fondo, algunos barcos viejos atracados, de esos que uno no sabe cuando salieron por última vez, si aún salen ni si aún saldrán, recordaban dulcemente que aquel lugar renovado y reluciente no era ajeno al tiempo y a las historias, en contraste con los nuevos edificios que solo hablaban de lo potencial, vacíos aún como los bornes de un enchufe de sus pisos sin estrenar. En aquel paisaje, los viejos barcos, los aparejos y las exclusas, eran una isla de continuidad verdadera, un recuerdo de lo anterior más allá de lo estético.
Los patos echaron a volar, rodearon el dique, formaron poco a poco esa V tan curiosa que los guía en las migraciones y que al pasar se reflejó en el agua. Entonces fue cuando me di cuenta: a la derecha, el agua del dique se movía inquieta bajo el cielo encapotado, mientras que a la izquierda, el agua estaba lisa y brillante. Un extraño y suavísimo oleaje concéntrico interrumpía aquí y allá la superficie del espejo con un burbujeo sin aire, como si alguien impulsara el agua desde dentro contra un cielo que pesara treinta veces más.
Esto hay que probarlo, me dije buscando una piedra por el suelo, pensando en cargarme aquella quietud con el placer del que se arroja uno sobre la nieve virgen, casi dispuesto si hacía falta a tirarme yo mismo y a conquistar con mis olas la quietud de la piscina. Encontré la piedra y la lancé con todas mis fuerzas al centro del dique. Imaginé círculos concéntricos, cada vez más enormes y lentos…
El agua crujió con un sonido de bocado sin eco y un agujero sin ola alguna se tragó la piedra con una enorme frialdad. Tras de sí, la pierda dejó una estela de burbujas que formaron manchas azuladas de aire que al subir quedó aprisionado bajo el hielo.
El crujido magnífico de lo que parecía líquido.
La piedra tragada lentamente por la oscuridad.
El cráter anegado.
Y luego aquella imagen invertida: el aire aguantando el empuje del agua contra el cristal, hecho bolitas como el mercurio que soporta la atmósfera sobre la palma de la mano.
Una segunda pedrada abrió otro agujero. El aire se abrió camino bajo la superficie como un animal que sigue un rastro invisible, supongo que guiado por pendientes sutiles… en el camino se dividió dos veces: dos manchas que quedaron estancadas y las otras dos que siguieron hacia los agujeros, donde finalmente desaparecieron, menguando violentamente con un alegre burbujeo.
Después de esto solo quedó aquel mismo y misterioso oleaje concéntrico que no era más, ahora lo sabía, que el agua rebosando suavemente sobre la superficie del hielo que la aprisiona.
Se me ocurrió entonces lanzar un buen puñado de chinos como una lluvia sobre el dique helado. Aquello iba a ser una fiesta, un follón, miles de agujeros y de manchas de aire corriendo de aquí a allá… el aquelarre de los estados de la materia transparente.
Por simple que parezca, a veces no es fácil encontrar una piedra, puta manía de las ciudades de pavimentarlo todo. Busqué grava acumulada en alguna grieta, al borde del asfalto, donde fuera, caminé unos metros, no me di por vencido, tenía una enorme ilusión…
Cuando las piedrecitas cayeron no hubo ningún agujero. En vez de esto las vi rebotar en el hielo, bailando nerviosas contra sus nerviosos reflejos, y aquel campanilleo sonó en el silencio del día como si millones de minúsculos seres desenvainaran al mismo tiempo sus espadas diminutas.
“Dios…” Me volví hacia ella antes de que aquel acorde se apagara y se lo fuera a perder. Me miraba a través de la cámara. Sus párpados, sus ojos concentrados sobre la pantallita. “Bjork se habría corrido”, le dije. Y supuse mi imagen enlatada en LCD de dos pulgadas y media, idéntica a un instante ya lejano, como a un pececillo en la pecera de la memoria, al que ella sonreía envuelta en su bufanda, asintiendo, a solo unos metros de mi.
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