Le daba vueltas a aquellas palabras en mi cabeza, a veces en tono de burla, otras con verdadera voluptuosidad. Mientras conducía, pensaba en la imagen de aquellas palabras escritas de pronto en una ventana abierta en el ordenador, por la que me había tirado para caer en este mismo momento en que vagaba por un barrio de las afueras buscando una dirección que no era más que otra idea en un mensaje de móvil. El parpadeo en la barra de herramientas y aquel simpático estupor que ahora se disipaba en ese aire ausente y límpido de los barrios por estrenar… mientras a mi se me acababan los nombres de las calles, a solo unos metros de esa franja fea donde la ciudad está creciendo, convirtiendo en calles la degradación sin forma de sus límites.
Corramos una aventura. Me preguntaba si no estaba haciendo una estupidez, si no podría resultar que tu no eras en verdad tu sino tu y un puñado de rusos que me esperaban preparados para secuestrarme y traficar con mis órganos, grabar una snuff movie… qué se yo; me preguntaba si no despertaría mañana en una habitación extraña, preso en cualquier parte y lleno de cicatrices, moratones, remendones en la piel; convertido en un objeto, en una mercancía, en un pelele, en un idiota lejos de casa. O peor: de toda posibilidad de volver a una casa que en verdad no está tan lejos, de ser oído por el mundo que sigue viviendo ahí fuera. El mundo, pensaba recorriendo las calles desiertas, al que aún estaba a tiempo de volverme, pero del que sin embargo –me conozco y no iba a echarme atrás- iba a despedirme en unos minutos para echar la tarde a ciegas con una desconocida… todo por mi puta manía de jugar cuando veo cartas sobre la mesa. Yo, que nunca he sido jugador, pensé que me estaba jugando la vida.
Paré el coche y cogí el teléfono, sin saber muy bien cómo ni a quien contarle yo esa historia. Llamé a G… El teléfono daba línea:
“G…, estoy en el barrio de S… calle tal número cual. Si antes de una hora no te he llamado, llama a la policía… ”.
Pero G no estaba.
Llamé a M…
Desconectado.
No lo intenté más.
Supongo que a veces la suerte está echada, cerrada como una esfera, negra y brillante en cada punto, por más vueltas que le des. Hay que confiar en… ¿en quien?... ¿en uno mismo? ¿y quién es uno mismo? Un idiota. El tio que van a secuestrar. O no. Quizás un dios, un artista. Si todo salía bien… al menos alguien que ha jugado la partida a un juego nuevo, el dueño de la historia de ese juego, conocedor de su extraña y sencilla materia.
Seguí adelante sabiendo que era verdad, que hasta el último momento todo era posible y que en un porcentaje, considerable como pocas veces, estaba arriesgando la vida. Pero que después de todo cualquier día puedes caer gravemente enfermo o te puede pillar un autobús. Aparqué el coche preguntándome por qué era tan recurrente la imagen del autobús y si llegarían ya alguna línea de autobuses hasta aquí.
Tal y como habíamos planeado, tu me abriste la puerta del portal y fui a esperarte sentado en el último escalón de la escalera de espaldas a la puerta. Los lugares de la gente, su casa, su cuarto, sus timbres, sus escaleras y rellanos, nunca son como los imaginas. Mi idea de ti cobraba forma a las puertas de tu mundo cotidiano, portal 2, descansillo, 1ºD, puerta tal, de alguna persona, de ti concretamente… -y quizá de tus amigos rusos, me sopló de pronto, no sin cierto aire burlón, mi prudencia despechada, mi alegre paranoira-.
Había llegado.
Y allí me quedé mirando al suelo, con mi mochila entre las piernas, de la cual subía un olor a lavanda y romero.
Tal y como habíamos planeado saliste a buscarme. Tu puerta crujió con ese eco sordo de puerta que se abre en el hueco de las escalera y tu voz sonó llamándome en el descansillo. Sonreí al reconocerla, más densa y cálida: ya sin tamizar por toda esa madeja de cables y ondas que recorren las voces por teléfono. La disfruté aproximándose mientras tu olor comenzaba a inundar el descansillo, abriendo y cerrando alegremente las aletas de la nariz.
Tal y como habíamos planeado, te sentaste tras de mi y sin osar siquiera mirarme de frente sacaste un pañuelo, que pude sentir desliándose detrás de mi nuca, y apenas tuve tiempo de ver y pensar “rojo oscuro” cuando me vendaste los ojos. Reconocí al tacto un pañuelo de danza oriental, suave, impregnado de perfume de mujer, ligero y refrescante… y lleno de moneditas que tintineaban contra mis mejillas cada vez que movía la cabeza.
¿Te aprieta?. No… Tu voz insegura y pequeña en el silencio que hay en los huecos de las escaleras de todos los edificios de viviendas. La acción de tus manos ajustando el pañuelo -si es que eran tus manos: me sentía algo ridículo ante la posibilidad de que tus amigos rusos estuvieran ahí, me los imaginé conteniendo la risa… casi me reí yo también-.
Tal y como habíamos planeado, me cogiste de la mano –tu mano la tuya tu quién tu tu voz tu olor… los dedos que había teclado corramos una aventura unas semanas antes y que ahora se agarraban a mis dedos- y tal y como habíamos acordado… siempre-delante-de-mi-sin-osar –siquiera-intentar-verme-de-frente, me guiaste al interior de tu apartamento.
Atravesamos un pasillo. Cruzamos un salón y yo me pregunté qué salón atravesaba entre los salones del mundo. Imaginé mil salones y todos me parecieron muy ñoños… este país es ñoño en su salones. Me pregunté si habría alguien ahí viendo ñoñamente la tele, quizá apartándose para dejarnos pasar. Me dio igual.
En medio de la ceguera, tu voz me explicó que había dos pufs esperaban en tu habitación con una mesa en medio. La imagen era sugerente pero dadas las condiciones en que íbamos a pasar la tarde y todos los objeto que íbamos a manipular, estuvimos de acuerdo en que lo mejor iba a ser sentarse en la cama. Y en ese pequeño territorio acolchado fui a sentarme, sin saber qué la rodeaba ni en qué borde estaba… solo el tacto de una colcha sobre un colchón en el mundo.
Tal y como habíamos planeado, te sentaste dándome la espalda y dejaste que te vendara los ojos con un pañuelo que saqué de mi bolsa. Un pañuelo de hombre que uso para protegerme la garganta cuando el aire está muy frío. Te comenté un poco nervioso. Tu quisiste revelarme que el mio era de danza oriental. Yo te dije que ya lo sabía meneando la cabeza para hacer ruido con las moneditas que le colgaban. Reímos.
Tu pelo rizado, tus hombros, el calor de tu espalda, el peso de tu cuerpo sobre el colchón: Una mujer. Si. Y ahora sé que eres tu, porque si, porque cada vez que hablas, mientras te ajusto el pañuelo para que no puedas ver ni por debajo ni por arriba, noto el aliento que sale por tu boca y me roza cálidamente las manos.
Este era la otra mitad del trato, el gesto que cada uno hace con el otro y que sella una confianza desconocida hasta ahora. La misma que me ha traído hasta aquí barriendo peligros en mi mente, la misma que te ha hecho abrirme la puerta a pesar de las dudas que habrán invadido la tuya.
Un poco nerviosa, tu te levantas y organizas un poco la merienda. Te mueves por el cuarto con la soltura de quien se levanta en él cada día y se ha vestido mil veces con los ojos pegados de sueño. Me doy cuenta de lo tonto que debo parecer ahí sentado, siguiendo unos movimientos que no veo, así que me decido a acomodarme yo también. Busco un lugar para mi mochila, un hueco que encuentro entre la pared y el colchón, al que asigno la dimensión de 25 centímetros y que decido usar en adelante como zona de seguridad para dejar las cosas que no sepa donde colocar. Primera isla firme en el territorio de las blandas tinieblas de tu cama.
Por alguna razón en mi cabeza la habitación se hace cuadrada. No obstante, sé que delante o de mi puede haber lo mismo un vacío o que una pared cercana, por igual y armario que una biblioteca, que aún no se ni donde está el cabecero de la cama… así que decido atenerme solo a lo que perciba y dejar de orientarme con meras suposiciones.
Entonces, tras esta aceptación, el mundo de tu cuarto deja de ser cuadrado, obviando sus límites, para hacérseme a la vez enorme y acogedor como una pradera.
Mientras me das instrucciones y comenzamos a sacar los regalos, disfruto enormemente de tu voz… Recuerdo cómo que presumiste de ella por el chat, cómo te dije que te dejaras de vaciladas… y cómo resultó, tras un telefonazo, que no era una vacilada, para nada: era en verdad una voz preciosa, una voz que dan ganas hacerse con una emisora de radio, de secuestrarla si hace falta, solo para ponerla a oídos del mundo. Una voz, sencilla, dulce, con ese acento etéreo y sensual de voz en off de película de los ochenta. Una voz que a poco que te descuides daban ganas de partir a invadir Kamchatka…. al menos las 4 horas que podría costarme Kamchatka en una partida de Risk.
Por fin regresas junto a mi y nos quedamos frente a frente.
Soltamos un breve suspiro, previo a esa sonrisa resignada, orgullosa e imposible de evitar ante una buena gamberrada, un poco incómodos en el primer silencio de una complicidad a la que todavía habríamos de acostumbrarnos.
Empiezo a tranquilizarme. Parece que hoy no voy a morir. Parece que solo voy a ser ciego contigo. No se hasta cuando aguantaremos así. Quizá me vaya de aquí sin haberte visto jamás. Por lo pronto, al menos, será el tiempo que nos lleve merendar y darnos los regalos que acordamos buscar para cada uno de nuestros restantes 4 sentidos, entre otros, las ramas de lavanda y romero que ya debes estar intuyendo.
Daba igual. El tiempo dejó de existir, como la luz dejó de importar hace ya unos minutos, los pocos minutos que tarda el viajero en asimilar el mundo al que llega por fin después miles anotaciones, mapas y guías de viaje.