Dijo que no tardaría mucho, que si quería algo más solo tenía que ir yo mismo a la nevera y cogerlo. Luego, dejando su vaso sobre la mesa, se levantó y se encaminó hacia el baño. Justo cuando iba a perderse por el pasillo me levanté también y la seguí.
Ella se dejó seguir. Dejó que entrara en el baño tras ella y me hizo una señal para que cerrara la puerta, como si yo mismo estuviese todavía esperándola en el salón... Dejó me desnudara con ella. Incluso me hizo un sitio a su lado cuando entré en la bañera. Me aparté para que graduara el agua. El ruido de la mampara al cerrarse, suspiros de agua demasiado fría, suspiros de agua demasiado caliente... y ese sonido sordo y blando, la armonía desconcertada de dos cuerpos desconocidos que tienen que hacerse de pronto al pequeño espacio de la bañera.
Cuando el agua estuvo graduada, ella suspiró satisfecha y se quedó mirándome a través del pelo pegado a la cara. Yo le pedí el jabón, y ella, con esa obediencia inevitable y curiosa que a veces da el desconcierto, se dio la vuelta para cogerlo y me lo pasó, mirándome alternativamente a los ojos y a las manos, como quien pasa al brujo un ingrediente desconocido.
Comencé por los hombros.
Comencé por los hombros.
Le dije mientras ella se dejaba hacer levantando el cuello, los brazos, acurrucándose contra mi cuando le enjabonaba la espalda, diciendo uy, ay, yo es que, pero... y esas cosas que se dicen un poco por decir y que pierden en el susurro blanco del agua, mezclados con risas nerviosas de niña –que nunca le volvería a oir-, gruñidos sordos de pájaro chico y resignados aspavientos de placer…
Quiero lavarte y que me laves.