miércoles, 30 de enero de 2013

Identidad en la periferia de un almuerzo de Diciembre



S. sentado en el sillón me habla de la habilidad para llevar un curriculum a ciertas situaciones que...  , apenas más allá, apoyado en el marco de la puerta que da a la terraza, F fuma con medio cuerpo en el exterior. El medio cuerpo que fuma. 
Fuera, cuatro pisos más abajo y hasta el horizonte, se ve un día lleno del alegre sol del invierno andaluz, que lo baña todo y todo lo define, como unste d modo de dibujar, un estilo, un algo reconocible, una autoría de la realidad. Podrían ser el trazo de los Simpson, Ghost in the Shell, Mickey Mouse...  pero es este día de Diciembre.  
                El paisaje no es lo más deseable del mundo:  Feos edificios de nuevas periferias residenciales, con esa voluntad de producir un habitat de calidad, con bellos jardines comunitarios con piscina…    en un barrio que no existe. Lo que vemos es el tiempo detenido al borde de una ciudad que a falta de financiación ya no puede crecer y que ha suspendido todos sus planes y el hormigueo absorto de sus primeros habitantes.
Las aceras, nuevas y radiantes, se extienden y cierran en el silencio del mediodía los enormes solares que se han quedado sin construir, hoy invadidos por el verde burlón de arbustos y malas hierbas, un verde muy verde, de ese verde que explota después de las inundaciones del mes anterior como evidenciando todas las lecciones de Naturaleza del colegio (si llueve todo se pone verde, si el tiempo se para, la naturaleza no esperará a tomar lo que es suyo).  Por las aceras, cuyas  farolas no iluminan a ningún vecino que vaya a su casa, pues no hay casa alguna y en cuyos sus bancos no se sentarán los hijos de los vecinos a meterles mano a las hijas de sus vecinos, pasa cada día, según me cuenta F, un cabrero con sus cabras. Unas doscientas. A veces pasa  un coche solitario, algún chalado perdido.
                Al fondo, la autovía, separando la ciudad de nueva periferia de la ciudad de periferias viejas, es decir:  de un laberinto polvoriento de polígonos industriales, naves, granjas abandonadas, fabricas sin chimenea  con su poca enjundia de fábricas sin chimenea –que antaño hablaban de una grandeza industrial-, gasolineras y enormes bidones con forma de teta mirando al cielo…    Y por encima de la autovía y de todos esos tristes tejados de chapa -bajo los que máquinas y hombres acaban a esta hora su jornada- muy al fondo, se ve por fin el mar. Hoy de un azul neto.   
Y este paisaje el que me reconforta por un momento, después de mucho tiempo, bañado de una luz de invierno, una luz que es intensa en nuestra tierra y que me calienta la cara mientras S. me habla de sus desventuradas búsquedas de trabajo y F. apaga su cigarro a toda prisa porque se están quemando las pizzas en la cocina.

domingo, 20 de enero de 2013

Los tigres en la nieve (Regreso)


Al salir del avión, desde el desembarco de la escalera, la pista se ve solitaria, solo un avión, justo en frente, mirandome con su mirada de avión. En los bordes de la pista,  se asoma apelotonada una multitud de arboles, silenciosa y expectante. Es una estampa bonita, una reflexión sobre los límites del vacío, lo tumultuoso y lo solitario. 
A pesar de ser de día, al pié de los árboles la nieve se ve perderse en la oscuridad del bosque. No hay montañas. No hay más horizonte que las copas de los árboles, los edificios y los puentes de la autovía cercana, que se elevan un momento y bajan otra vez con suavidad. 


Es increíble como contrasta la topografía inmaterial de Berlin: tanta cultura, tanta historia, tanto arte, tanto ruido, tanta poesía, tanta sociabilidad, tanta locura, la Sodoma y la Gomorra que habíamos soñado y que hacemos realidad un montón de personas cada día…   con la aburridísima topografía del territorio que la rodea: Plana.  Berlín es una isla al borde de su rio. Un acontecimiento en distintos planos del vacío. Me siento aislado por sus periférias, pero lo llevo bien, tan grande es este amor. 
Al salir de la terminal pasaba el mediodía.  El azul de la noche -ya próxima, pero aún ausente-, comienza a apoderarse de todo tímida, sutilmente. El día se deja hacer.  En esta luz hay el punto inquietante y amable de una coquetería: El twirlight, me digo en bajito mientras arrastro la maleta hasta la terminal de tren. Mi voz me sorprende. El twirlight. Repito.
Pero hay algo más en el aire, del mismo modo en que recién llegado a Andalucía los colores me parecían tan intensos, intensis hasta lo irreal –tanto llegué incluso a hacerle una foto a la calle donde en verdad he vivido desde hace muchos años-, encuentro  ahora –y reconozco como a un viejo amigo- el mundo de Berlín bañado en ese vaho eléctrico azul que da el reflejo de la nieve.  
Asimismo, del mismo modo que la claridad y la nitidez de las costas mediterráneas inspira un el sentimiento “trágico y solar” –el la verdad ineludible de existir-, la nieve trae consigo una calmachicha luminosa, una belleza realista e inquietante digna de los más lentos y terribles cuentos japoneses.  Pienso esto porque mientras volaba he estado leyendo, entre otras cosas (lujos del libro electrónico), un montón de cuentos de Yasunari Kawabata y algunas de sus notas sobre su novela País de Nieve…   con lo que ahora estos paisajes conectan dulcemente con mi estado de ánimo interior, mecido al swing intimista del cuento japonés que impregna mi espíritu viajero. …aunque sea un viajero que regresa.
No llamo aún a nadie. Acostumbrado a viajar solo, he desarrollado una curiosa complicidad con mi voz interior…  que me va soplando todas estas palabras: Decido prolongar esta sensación un poco más.
Y es que en verdad hay tanta gente a la que llamar y echaba tanto de menos todo esto, tanto, tanto que en vez de lanzarme al remolino de los reencuentros me dejo envolver sin prisa en esta tarde de invierno que volverá a ser mi cotidiano a partir de hoy, Camino del apartamento, me dejo llevar por las aceras a través de una noche fría y recién estrenada, arropado, como un niño rescatado de las aguas, por el rugido la urbe y sus engranajes, motores, pisadas, voces, sirenas, alguna música lejana y el cercano crujir de las ruedas de mi maleta…   amortiguados dulcemente por la nieve acumulada en el borde de los caminos.

miércoles, 9 de enero de 2013

Mañana en la galerna



El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar, 
que no es el mismo que el de las brumas. 
Ciertos atardeceres -en el mar, al pie de las montañas-, 
cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña bahía 
y,desde las aguas silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada

Albert   Camus. El exilio de Helena.


 Ella coge la taza y la tostada. La uñitas pintadas de un rojo oscuro. El conjunto de su mano se mueve sobre cada objeto con esa elegancia en los dedos y destreza que le han dado años de escritura diaria.  Lo observo con la admiración que me han dado años de quererla mucho, incluso de amarla (en este punto la destreza de sus dedos es otra y atisba por un momento aquel viejo y tórrido motivo de nuestra diferencia de edad, aquel erotismo de universitaria). Pero esto ya pasó: Con un amor fraternal, ya sin ambiciones y sin la estridencia de aquella carnalidad, le miro las manos mientras empezamos a engullir el desayuno.  Miro las mías también.  Por el rabillo del ojo, espío también las de la camarera que toma nota en la mesa de al lado.  Manos –me digo-: manos que tienen también los gorilas y los chimpancés. Manos que lo mismo pelan manzanas que ajustan las espoletas. Manos que se protegen en guantes o lucen anillos en forma de animalillo o de tecla de viejas máquina de escribir, vistiendo con sus pequeños dioses protectores los mismos dedos que a veces lo buscan a uno en el frío de la calle, bajo las mesas del Schlawinchen; dedos que luego desnudos se dejan llevar, tan habilidosos sobre el sexo ajeno como sobre las pantallas táctiles, los bolígrafos de propaganda y los palillos chinos que guardamos en los cajones de la cocina…   
Llevándome la taza a los labios, tomo nota mental:  vaya milagro, las manos.  Y al dejar la taza sobre el plato, rompe el silencio un sonido brillante.
Al fondo  el mar está de un azul desconcertante. Como el color de sus uñas, su escorzo de rubia andaluza (rubia sin serlo demasiado, rubia de trigo después de un día de lluvia), como mi reflejo en sus horribles gafas de sol y el rojo de tomate de mi tostada, como el murete de piedra que a unos metros nos separa de la playa y, tras él, el vestido verde de una niña que juega en la orilla con su padre –recién divorciado, pienso yo, y ni esta sospecha tiene donde esconderse bajo esta luz-…  todo tiene, a principios de Enero, una nitidez tan violenta como si acabaran de inventar el tecnicolor.
Me asalta una enorme añoranza de este clima: Esta sencillez que para mí era una cárcel en una época existencialista  –aquel aquí estamos tranquilos, aquí no pasa nada, tan trágico y solar-, contrasta con mis días en Berlín  –de lucha y libertad, aquí si pasa algo y aquí no esta tan claro-.  Noto cómo me da por dentro, nítida clara, avivando los colores y afilando las aristas,  la luz de mi primera identidad.   Por un momento, también me parece increíble cómo cae esta luz sobre el hecho que hayamos quedado esta mañana para desayunar después de tanto tiempo.
Levántate a las 6:00 para escribir. Sacrifica algo. Me dice de pronto. 
Repaso mentalmente mis últimos escritos como un niño que se rezaga jugando con las brasas con un palito largo y deleitándose en el debilucho y rojo refulgir.  El niño sopla un poco. Amago momentáneo de llama. Quema sin duda. Todo esto quema un poco.  Si te acercas un poco más de la cuenta, notas que hay calor de trabajo…  De ahí, de este punto, depende que siga siendo el niño del palito o el viento que viene a quemar los bosques del mundo.  
La brisa sopla.  Compruebo que mi abrigo sigue a mí lado. Y todo vuelve a parecer posible. 
Renuncia a algo, renuncia a tu puta vida bohemia, renuncia a salir, renuncia a tus amores, renuncia a algo…   por lo que amas.
                 La cabeza se me inunda de recuerdos que huelen a pan recién horneado:   mi propia vida, hilándose en el presente, en otra parte, tan lejos de esta luz.  Otros hornos, otras masas, otras especias, semillas de calabaza, la espuma del café, ese pequeño y reciente ritual de mimo con motor eléctrico  -tengo que hacerme con uno de esos aparatos antes de que el verano vuelva a refugiárseme entre las sábanas-…   
                ...Y aunque fuesen apenas las once y media de la mañana, también me viene a la boca, por un instante, el sabor fresco y denso  de ciertas cerveza con los amigos a la orilla de los canales que cruzan -que quizá mantienen cosido- ese mismo paisaje del presente…  justo antes de morder una tostada de tomate y  de aceite de oliva, que queda flotando aún un poco sobre todo esto.
Nos miramos, sonriendo.  No, No se trata de todo eso y lo sabemos bien.  Porque si: porque nosotros somos los maestros de la renuncia.  Porque nos ha costado tanto aprender a renunciar, que eso nos ha convertido en maestros. 

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