Es mediodía. Los
pájaros forman una densa bandada que se desplaza por el cielo encapotado y cambia de dirección constantemente. En la cadencia de cada viraje,
los pájaros se acercan unos a otros: la nube de partículas que forman se hace de pronto más densa y oscura en el cielo gris del mediodía, justo antes de volver a expandirse y cruzar
el cielo en otra dirección.
Cuando pasan
sobre nosotros, se puede ver a forma de los pájaros recortada contra el fondo
blanco y uniforme de este fía. Se ven las alas, delineadas en la luz, ese batir lento, decidido y misterioso de los pájaros. Antes de que a alguno se le ocurra
cambiar de dirección y todos se giren otra vez para seguirlo, con esa torpeza que revela la bandada en el vacío.
Puedo pasarme
horas mirando estos pájaros, al swing de esa voluntad invisible, caprichosa y colectiva, que guía a los pájaros en un va y ven alrededor de la torre del pequeño aeropuerto de Tegel. Del mismo modo en que puedo pasarme horas mirando
el fuego o las olas del mar.
En el suelo
yacen, en forma de 4 maletas, los últimos cuatro meses de André, en los que yo
solo aparezco en las tres últimas semanas para compartir unas cervezas y no
pocas conversaciones sobre la vida, sobre la muerte, y sobre todo sobre unas cuantas chicas de las que ambos hablamos con una mezcla de alegre desparpajo y tranquila devoción. Los cuatro meses que André metió en cuatro maletas y
que yo le he ayudado a traer desde casa, parloteando alegremente
mientras tratábamos de que no molestaran a los pasajeros a lo largo de 20 estaciones de metro y un
paseo en autobús. Cuatro mese que luego hemos estado empujando con los pies mientras avanzaba perezosamente la cola del check-in. La cola habitual de un escenario stardard de despedida: señales, insignias de lineas aéreas y servicios, invitaciones a viajes que no podemos permitirnos, el bullicio constante de los que se marchan en oleadas: esa moderna atmósfera de eficiencia y melancolía. Tres de estas maletas se las han llevado en una cinta
transportadora. La otra se ha quedado con nosotros. Le hemos hecho, mal que bien, un hueco debajo de la mesa de un Burger King. Cuando comes sano cada día, no está
nada pegarse un festincito de comida basura, me ha dicho André. Yo le he
sonreído mientras me apoderaba de una de esas olorosas hamburguesas en la que se te
hunden los dedos al comer.
Finalmente
hemos salido fuera a echar un pitillo y a seguir mirando a los pájaros
perseguir ese algo invisible que se les escabulle en el aire una y otra vez. Estos pájaros
me hacen pensar en la vida que hemos compartido aquí. Hemos sido dos mas entre tanta gente que viene
a esta ciudad buscando algo sin saber muy bien qué, dejándose inspirar, experimentando nuevas direcciones y descartando caminos. Un va y ven que a veces nos dejan también muy cerca a los unos de los
otros y para luego, cuando las cosas van de prisa, alejarnos y dispersarnos de nuevo, disolviendo la nube de un instante en el vacío de un tiempo cualquiera, en unas calles
cualquiera, con unas personas de las que antes no sabías nada, pero que han cuajado una realidad de tu cotidiano: Aquellos meses de Kreuzkölln.
Hoy André y yo
estamos en un viraje antes de cambiar de dirección e iniciar otro capítulo del futuro, de los muchos de los que por ahora solo hemos perfilado climas, proyectos
y próximas aventuras con esas chicas, esa alegre y desdeñosa veneración con sabor a cerveza y olor a Kneipe que ha sido el tiempo común antes de
alejarnos definitivamente por dios sabe cuánto tiempo. En el viraje hay algo
suspenso. Mientras la nube se contrae, respiro algo cálido y cercano en el
silencio.
André es el
primero que ha visto los pájaros y el que ha propuesto volver aquí fuera para
mirarlos. Entonces, revelando sus intenciones inocentes pero no menos ocultas, ha sacado una gran cámara de la
bolsa. Ahora, con la máquina en la cara y un
ojo guiñado -inconsciente de que yo le observo-, sigue la a bandada de un lado a otro con el objetivo. El cielo está tan gris y tan terriblemente
uniforme, como si hubiese sido borrado y quedara la superficie de un
papel donde alguien tuviera que pintar un cielo, o una rana, o
la carta de ajuste de un viejo canal de televisión. La bandada de pájaros en el video solo será
una nube de partículas suspendida en la nada de un reseteo: Se la verá hincharse, se la verá deshincharse, latir sin una cadencia concreta, se la verá cambiar de forma u orientación, pero en ese fondo sin profundidad, y por tanto sin referencias, el desplazamiento no se percibirá. Solo cuando por azar la bandada descienda y de pronto,
en un plano lejano, aparezca la
torre del aeropuerto, o en un plano repentinamente cercano, el borde de la marquesina que
nos protege de la lluvia amenazante y quizá yo mismo debajo de ella, mi cara de perfil mirando los pájaros, inmerso en un montón pensamientos que André, sin saberlo, se va
a llevar escondidos en la película.
En este punto
me es imposible no girarme y mirar a la cámara por un segundo. Me he
arrepentido un poco de hacerlo. Habría sido muy bonito dejar al espectador a
margen, relegar la cámara en esa existencia invisible y omnipotente que tienen las cámaras las
películas. Seguro que este incidente tiene un nombre técnico. Acepto que me lo
he cargado, que he interrumpido la película y mis pensamientos para mirar un
segundo el enorme ojo del objetivo que oculta el ojo por el que mi amigo me mira, normalmente, a mi, a la banda de jammsession del Sandman, el gol de la tele con el volumen bajado o a una chica que pasa, y que quizá lo mire a él, a la mañana siguiente, mientras hacen el desayuno. Un ojo sencillo y noble que guiña fácilmente con las bromas.
Al volvernos al
cielo, nos abstraemos de nuevo. El tren de mis pensamientos vuelve a arrancar. Repaso el día que empezó en
verdad el martes pasado, cuando André me preguntó si podría ayudarle con las maletas. Pero si esta vez me entrego a mis pensamientos, ahora lo hago con sincera voluntad de que se queden en la
película, que se vayan con él a su país y floten invisibles detrás de cada
visionado. Ha sido un día magnífico, pienso, con enorme intención de pensarlo. Ha sido uno de esos días que te ves en el lio de tener que resolver cosas una detrás de
otra, con gente a la que amas y que te hace feliz, dejándose llevar juntos por el sencillo swing del presente, la desconcertante y apacible completitud del tiempo que se revela cuando no te da tiempo a pensar ni a dudar. Ha sido un día magnífico, pienso con sincera voluntad de ser un hombre que piensa que ha sido un día magnífico.
A mi derecha,
Andrés se gira con la cámara. A mi izquierda, la bandada de pájaros se oculta por
un momento tras una arboleda lejana.
(...esto... Ha sido un día
magnífico...)
(...esto... Te voy a echar
de menos, Loco.)
Los pájaros
deben estar a punto de aparecer de nuevo por encima de la arboleda.
(...esto... ¡Tetas y culos!)