jueves, 28 de febrero de 2013

De virajes inesperados y pequeños aeropuertos



Es mediodía. Los pájaros forman una densa bandada que se desplaza por el cielo encapotado y cambia de dirección constantemente. En la cadencia de cada viraje, los pájaros se acercan unos a otros: la nube de partículas que forman se hace de pronto más densa y oscura en el cielo gris del mediodía, justo antes de volver a expandirse y cruzar el cielo en otra dirección.  
Cuando pasan sobre nosotros, se puede ver a forma de los pájaros recortada contra el fondo blanco y uniforme de este fía. Se ven las alas, delineadas en la luz, ese batir lento, decidido y misterioso de los pájaros. Antes de que a alguno se le ocurra cambiar de dirección y todos se giren otra vez para seguirlo, con esa torpeza que revela la bandada en el vacío. 
Puedo pasarme horas mirando estos pájaros, al swing de esa voluntad invisible, caprichosa y colectiva, que guía a los pájaros en un va y ven alrededor de la torre del pequeño aeropuerto de Tegel.  Del mismo modo en que puedo pasarme horas mirando el fuego o las olas del mar.
En el suelo yacen, en forma de 4 maletas, los últimos cuatro meses de André, en los que yo solo aparezco en las tres últimas semanas para compartir unas cervezas y no pocas conversaciones sobre la vida,  sobre la muerte, y sobre todo sobre unas cuantas chicas de las que ambos hablamos con una mezcla de   alegre desparpajo y tranquila devoción. Los cuatro meses que André metió en cuatro maletas y que yo le he ayudado a traer desde casa, parloteando alegremente mientras tratábamos de que no molestaran a los pasajeros a lo largo de 20 estaciones de metro y un paseo en autobús. Cuatro mese que luego hemos estado empujando con los pies mientras avanzaba perezosamente la cola del check-in. La cola habitual de un escenario stardard de despedida: señales, insignias de lineas aéreas y servicios, invitaciones a viajes que no podemos permitirnos, el bullicio constante de los que se marchan en oleadas: esa moderna atmósfera de eficiencia y melancolía. Tres de estas maletas se las han llevado en una cinta transportadora. La otra se ha quedado con nosotros. Le hemos hecho, mal que bien, un hueco debajo de la mesa de un Burger King. Cuando comes sano cada día, no está nada pegarse un festincito de comida basura, me ha dicho André. Yo le he sonreído mientras me apoderaba de una de esas olorosas hamburguesas en la que se te hunden los dedos al comer.
Finalmente hemos salido fuera a echar un pitillo y a seguir mirando a los pájaros perseguir ese algo invisible que se les escabulle en el aire una y otra vez. Estos pájaros me hacen pensar en la vida que hemos compartido aquí. Hemos sido dos mas entre tanta gente que viene a esta ciudad buscando algo sin saber muy bien qué, dejándose inspirar, experimentando nuevas direcciones y descartando caminos. Un va y ven que a veces nos dejan también muy cerca a los unos de los otros y para luego, cuando las cosas van de prisa, alejarnos y dispersarnos de nuevo, disolviendo la nube de un instante en el vacío de un tiempo cualquiera, en unas calles cualquiera, con unas personas de las que antes no sabías nada, pero que han cuajado una realidad de tu cotidiano: Aquellos meses de Kreuzkölln. 
Hoy André y yo estamos en un viraje antes de cambiar de dirección e iniciar otro capítulo del futuro, de los muchos de los que por ahora solo hemos perfilado climas, proyectos y próximas aventuras con esas chicas, esa alegre y desdeñosa veneración con sabor a cerveza y olor a Kneipe que ha sido el tiempo común antes de alejarnos definitivamente por dios sabe cuánto tiempo. En el viraje hay algo suspenso. Mientras la nube se contrae, respiro algo cálido y cercano en el silencio.
André es el primero que ha visto los pájaros y el que ha propuesto volver aquí fuera para mirarlos. Entonces, revelando sus intenciones inocentes pero no menos ocultas, ha sacado una gran cámara de la bolsa. Ahora, con la máquina en la cara y un ojo guiñado -inconsciente de que yo le observo-, sigue la a bandada de un lado a otro con el objetivo. El cielo está tan gris y tan terriblemente uniforme, como si hubiese sido borrado y quedara la superficie de un papel donde alguien tuviera que pintar un cielo, o una rana, o la carta de ajuste de un viejo canal de televisión.  La bandada de pájaros en el video solo será una nube de partículas suspendida en la nada de un reseteo: Se la verá hincharse, se la verá deshincharse, latir sin una cadencia concreta, se la verá cambiar de forma u orientación, pero en ese fondo sin profundidad, y por tanto sin referencias, el desplazamiento no se percibirá. Solo cuando por azar la bandada descienda y de pronto, en un plano lejano, aparezca la torre del aeropuerto, o en un plano repentinamente cercano, el borde de la marquesina que nos protege de la lluvia amenazante y quizá yo mismo debajo de ella, mi cara de perfil mirando los pájaros, inmerso en un montón pensamientos que André, sin saberlo, se va a llevar escondidos en la película. 
En este punto me es imposible no girarme y mirar a la cámara por un segundo. Me he arrepentido un poco de hacerlo. Habría sido muy bonito dejar al espectador a margen, relegar la cámara en esa existencia invisible y omnipotente que tienen las cámaras las películas. Seguro que este incidente tiene un nombre técnico. Acepto que me lo he cargado, que he interrumpido la película y mis pensamientos para mirar un segundo el enorme ojo del objetivo que oculta el ojo por el que mi amigo me mira, normalmente, a mi, a la banda de jammsession del Sandman, el gol de la tele con el volumen bajado o a una chica que pasa, y que quizá lo mire a él, a la mañana siguiente, mientras hacen el desayuno. Un ojo sencillo y noble que guiña fácilmente con las bromas.
Al volvernos al cielo, nos abstraemos de nuevo. El tren de mis pensamientos vuelve a arrancar. Repaso el día que empezó en verdad el martes pasado, cuando André me preguntó si podría ayudarle con las maletas. Pero si esta vez me entrego a mis pensamientos, ahora lo hago con sincera voluntad de que se queden en la película, que se vayan con él a su país y floten invisibles detrás de cada visionado. Ha sido un día magnífico, pienso, con enorme intención de pensarlo. Ha sido uno de esos días que te ves en el lio de tener que resolver cosas una detrás de otra, con gente a la que amas y que te hace feliz, dejándose llevar juntos por el sencillo swing del presente, la desconcertante y apacible completitud del tiempo que se revela cuando no te da tiempo a pensar ni a dudar. Ha sido un día magnífico, pienso con sincera voluntad de ser un hombre que piensa que ha sido un día magnífico. 
A mi derecha, Andrés se gira con la cámara. A mi izquierda, la bandada de pájaros se oculta por un momento tras una arboleda lejana.
(...esto...  Ha sido un día magnífico...)
(...esto...  Te voy a echar de menos, Loco.)
Los pájaros deben estar a punto de aparecer de nuevo por encima de la arboleda.
(...esto... ¡Tetas y culos!)

lunes, 18 de febrero de 2013

Amor y Revolución. Semántica lineal y geometría

Este post ha sido trasladado al mi nuevo blog:

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miércoles, 6 de febrero de 2013

Kundera Kenzaburo Swing




Es precioso estar leyendo a la vez dos libros tan dispares como un ensayo de Kundera y una novela de Kenzaburo Oé …  Y que de pronto Kundera vaya y mencione tu libro de Kenzaburo.
¿Cuántas veces se refiere la literatura europea a la novela japonesa contemporánea?  Desde luego, no muy a menudo. Últimamente un poco más, con Murakami, pero Murakami es muy occidental y aunque tiene un estilo precioso, como dice Kittywoomi experta personal en literatura japonesa, después de 4 libros tienes la impresión de haber leído mil veces el mismísimo párrafo en que el personaje describe cómo abre la nevera y come cualquier cosa, porque si, porque Murakami es un autor acogido por la cultura indie española y, como todo lo que esta agarra, tiene a quedar formateado como una etiqueta de consumible de calidad -la cultura indie es en su mayoría burguesía intelectual bien formada- pero reiterativa.
 Más allá de todo esto…   ¿Cuántas posibilidades hay además de que de que en libro mencione a otro libro de un continente a otro, de una cultura a otra, del extremo al otro de oriente? Por cierto, desde los países centro europa, sobre los que se deslizó la frontera del este tras la guerra mundial, hasta el extremo oriental, Japón, el lejano país que había perdido esa misma guerra.
Si, es preciosa la coincidencia, es precioso como me hace sonreírme íntimamente, a solas en el café donde vengo a trabajar, leer y escribir, y a encontrar de pronto algo cosido con mi presente. Es precioso sentir como si estuviésemos bajo un esquema mágico e invisible, un tejido invisible que trasciende, un mensaje, un plan…   o, simplemente, una especie de show de Truman metafísico. Es decir: El mundo, algo en el mundo, quiere vernos y nos pone un escenario.  Y por ello hay que entregarse a la magia y correr la aventura que nos toca.
El otro día me preguntaba mi amigo Quico por qué nos gusta tanto cuando nos sentimos parte de un relato.  Hablábamos de Roma. Él ama Roma y yo le pedí que me contara por qué.  Después de decirme un montón de cosas que ya sabemos, especifiqué…  ¿Qué le gustaba tanto a él de ella?.  Él lo pensó unos segundos, durante los que yo me imaginé en tonos de código fuente, las miles de referencias y entresijos de esa inteligencia a la que tanto cariño tengo y que tanto me divierte, concienzuda, iconoclasta, humilde y devastadora, podía esperar cualquier cosa… pero no mi amigo simplemente ordenó sus sentimientos y los sintetizó en una sola frase: Roma le hacía sentirse parte de un relato. Yo recordé cómo Berlín me hace sentir exactamente eso: parte de un relato –más bien una película-, que además sucede en el inquietante y excitante escenario de la historia reciente, la que he vivido, la que ha marcado el cine y el arte que plasma el mundo que conozco. Pero no dije nada. No podía hablar de Berlin:  Los dos amamos Berlín. Los dos lo compartimos cada día. Estábamos en un precioso Kneipe berlinés de Ohlauerstrasse, uno de esos barecitos sumidos en esa atmósfera inconfundible que dan las velitas y lámparas con densas pantallas amarillas, chorreando su cálida luz en paredes desgastadas y enormes flores radiantes de fresca melancolía…  de fondo sonaba un tecno suave y decadente; los muebles, todos recuperados de anticuarios de los años 50. Disfrutábamos de una buena cerveza juntos, una tarde cualquiera, en esta ciudad que ha sido el marco de la nueva amistad: el mundo que estamos creando juntos desde hace apenas un año.
No, no podía hablar de Berlín: Hablábamos de Roma y él.  No se trataba de hablar de lo que los dos amábamos sino de lo que cada uno amaba y por ello de la condición que lo hace único: una historia entre mil, la historia propia.
A mi me pasa con el jazz. Confieso que no sé mucho de jazz, le dije, pero me hace sentir parte de un relato.
Como Roma, aquello era muy estético, escenográfico. Los dos nos concentrábamos en la estética de esos relatos. Otros se meten en historias para sentirse parte del relato. Acción o paisaje. Situacionismo o novela psicológica. Lo curioso es que nuestras vidas se trazaban más como una novela psicológica.
Fue entonces cuando mi amigo me preguntó entonces por qué se siente uno tan bien cuando siente que forma parte de un relato.
Cuando uno se siente parte de un relato, se siente parte de algo memorable, algo transmisible, algo que tiene el suficiente valor como para ponerse en una narración y trasmitirlo a otro, al futuro, a territorios más allá de si mismo. Lo que nos hace felices al sentirnos parte de un relato, es la sensación de permanencia, a lo durable, a un oasis de pequeña trascendencia  en la nada cotidiana –la belleza, la memoria-, una parte de la poca herencia que nos toca de la eternidad.
Adoro el jazz. Cuando suena jazz, la música me ayuda a encarar mis acciones como parte de un relato. Me hace ver, de algún modo, el valor que deben tener si hubiese una permanencia, me hacen valorar la vida que dejaré flotando en la nada de lo ocurrido después de morir. Me hace sentir parte de un relato, de algo transmisible, algo que podría entregarse a otro y que es otro podría valorar.
Dicho en términos burocráticos: es un aval, la certificación de un tercero, ajeno a nosotros y a la nada contratante.
Es precioso estar leyendo libros tan dispares como un ensayo de Milan Kundera y una novela de Kenzaburo Oé –no puedo leer dos novelas a la vez, tiendo a ser fiel a una sola historia y mil pensamientos-. Y es precioso que de pronto Kundera mencione a Kenzaburo.  Da la sensación de ser parte de un relato, la topografía de una aventura secreta, las reglas de un juego escritas en algún sitio, una narración que te acoge, una sombra de permanencia en el anodino abrasador del día a día, para volcarla este pequeño momento en que abro el ordenador y empiezo escribir con un instinto sobre mi tiempo alegre y devorador.

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