Mi abuela, a la que ya conocéis por la descripción que con todo mi amor y toda la crudeza que pude hice de su agonía, estudió canto, aunque nunca ejerció. Primero porque vino una guerra y trajo un montón de complicaciones, peregrinajes huidas, exilios. Después por la entrega a su matrimonio, el advenimiento de sus 7 hijos y todo el follón que vino después y del que yo soy parte.
Sin embargo, su amor por la música la acompañó siempre, y no solo eso, sino que de algún modo, la llevó a desarrollar una enorme curiosidad por las matemáticas que -le encantaba decir- subyacen en la música. Alardeaba con facilidad de esa curiosidad. De hecho, lo hacía en voz alta cada vez que podía, especialmente cuando alguno de nosotros había traído a su novia. Levantaba los dedos y dibujaba con ellos un arco en el aire, uniéndolos en la cúspide -en la clave-. A mi me fastidiaba un montón pero me llenaba de secretamente de orgullo y en verdad me resultaba divertido que mi abuela intentara impresionar a nuestras chicas de esa manera. Mi abuela quería sentirse declaradamente renacentista gracias a esa curiosidad que por lo demás solo saciaba por las conversaciones que tenía con sus nietos, al menos con los que la habíamos heredado. Aquello le permitió poder hablar siempre de algo nuevo, de algo por descubrir. La curiosidad fue para mi el secreto de su juventud hasta el último momento. Luego se hizo vieja de pronto, no tuvo más fuerzas para ser curiosa y la muerte se la vino a llevar. Mi abuela es el primer muerto que vi en mi vida. Estaba bellísima y parecía llena de paz. Digo parecía porque no quise olvidar que mi abuela estaba muerta. Que aquel era un cuerpo sin alma, pero el cuerpo, eso si de una persona amada. Su silencio llenaba todo, tanto quizá, que yo mismo me descargué en un chorreón de lágrimas tan denso, repentino, constante y también tan breve como el agua de una esponja que se acaba de estrujar.
Aparte de esta experiencia final, de mi abuela no heredé nada concreto, excepto su curiosidad y este artículo del periódico que recortó para mí y que me dio una de esas tardes de conversaciones que pasó conmigo antes de morir. Este texto, más allá de la música, me ha ayudado a comprender muchas cosas en la vida, desde mi percepción del espacio y mi manera de trabajar con él, hasta mi relación con las personas. Su último silencio fue el preámbulo magnífico del tener que ejercer a solas esta convicción. Mi abuela sabia lo que no está escrito.
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