martes, 10 de mayo de 2005

       Amanecer en el salón de una casa desconocida, mirar por la ventana por la que la noche anterior no veía más que siluetas de altos edificios. Y ver azoteas y cortinas, anuncios y aceras y reconocer abajo el final de la calle, la esquina en que nos detuvimos la noche anterior. Reconocer también la casa a la luz del día. Y entender un poco más el rompecabezas de calles y ventanas y tabiques de las horas que llevo en ese lugar. Desayunar a solas mientras todo el mundo duerme porque el alcohol me excita y no me deja dormir. Ver Digimon por primera vez. Y desayunar de nuevo en el mismo salón cuando los demás se levantan, preguntándome por dentro si suelen desayunar en el salón o solo soy yo el que lo ha provocado. Y entonces acordarme de G cuando estaba en casa hace menos de 24 horas, antes de decidir que nos haríamos unos cientos de kilómetros para acompañarlo a su tierra y terminar el fin de semana del otro lado de los kilómetros de hilos telefónicos por los que no viajan nuestras voces cuando repasamos brevemente la vida por teléfono móvil. Pero, oye, G, no me parecen nada horribles esos postes atravesando los sembrados.
       Recordar difusamente la noche anterior, casi no llegar a comprender cómo llegaron embaucarme y cómo acabé sentado como un buda 40 minutos en lo alto de la nevera mientras abajo, a dos centímetros bajo mis piernas cruzadas, en el mundo de la cocina, I continuaba su teatro incontrolable, perseguido por la pobre J entre inquieta y divertida, en ese estado de asombro sonriente en el que no sabes si cabrearte y pararlo todo o ver hasta donde pueden llegar las consecuencias de traer desconocidos a casa. El insolente e inconsciente circo de I cuando se burla del mundo empezando por si mismo, mil veces mejor y más sórdido que las cursiladas nostálgicas que ves hacer por la calle. El Desquiciado Teatro de I que G adora y que yo no he comprendido nunca demasiado bien hasta anoche mismo. Aunque tampoco había que llegar tan lejos… porque ya desde que que R me recitara sin avisar que Vendrá la muerte y tendrá tus ojos yo venía vibrando como si me hubiesen arrancado por dentro... porque si, porque eso no es moco de pavo.
       Ese modo de improvisar pasando de un lado a otro, uniendo puntos y caras y pedazos insignificantes de vida que se prestan para convertirse en partes de una historia tangencial y central a un tiempo, y que llamamos viaje. Un café, una calle, una rotonda en la que quizá de otro modo nunca te hubieses parado del mismo modo en que pocas posibilidades hay en la vida de acabar sentado encima de la nevera.
       Y eso es Todo.
       Quizá por continuar con todo eso mismo, cuando en el viaje de vuelta paro a merendarme una chocolatina, me voy detrás de la estación de servicio, a ese lugar que está a pocos metros pero al que nadie va, desde donde se extiende un campo verde con canteras al fondo. Y me siento al borde del primer huerto con el viento en soplándome los oídos y el asfalto caliente bajo mi culo. Mi pequeño culo cubriendo unos centímetros cuadrados del inmenso tejido granular que forma la seda de las autovías.
       Si, seguro que por no detener todavía esa misma inercia, cuando queda ya poco para llegar me da por no aguantarme la sed, y me desvío sin saber muy bien lo que busco, hasta dar con un olivar en el que beber agua de la botella que se me ha calentado con el sol en el maletero, estirar las piernas y mear silbando valle abajo. A 5 minutos de la meta. Toma castaña.
       Los regresos a solas me ponen alegre de tanta libertad y melancólico de esa misma tanta libertad. Saboreo el viaje sin poder evitarlo como si me hubiese quedado sin pasta de dientes. Se adhiere a todos mis pensamientos, mi mundo arrugado por unos días que debo extender de nuevo sobre la mesa.
       Y es que es bonito marcharse cuando sientes que es el momento, a pesar de que hayamos derrochado, quedándonos en casa, una luminosa mañana de domingo en una ciudad desconocida… y tan duro, cuando al contrario, tienes que marcharte porque la vida sigue aunque estés muy a gusto, y el trabajo y la rutina no esperan a nadie, y menos para ti que te has colado en el día como por una rendija… Y te levantas sin comprender muy bien por qué te pesan los pies. Y todo eso de decir adios te pone nervioso. Y cuando todo lo poco que se puede cuajar en una hora comienza a alejarse levantas la mano para decir adios sin soltar la cámara que por casualidad tienes en la mano… o sea, que levantas la cámara apagada para despedirte mientras te miran sin comprender muy bien si estas haciendo una foto o es que quieres decir algo, si deben para o no, así que no paran… y tu que solo querías despedirte tan torpe, tan ridículamente, que claramente no tiene remedio y buscas la llave sin pensar en lo que haces y dices en voz innecesariamente alta ¿Dónde coño está la llave? y ves que la tienes entre las piernas y te preguntas si te han oído… arrancas por fin odiando las despedidas…Y apenas unos metros más allá te das cuenta de que olvidaste preguntarle qué leches es eso del fuguismo… aunque ya es tarde, habría sido una gran excusa. En fin, quizá a su manera pueda sentirme orgulloso de que por muy fugaz que haya sido la visita aún sea capaz de dejarme algo por hacer.

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