La luz de un sol radiante chorreaba por la pared hasta el fondo del patio. Como si quisiera asomar sus garritas por la ventana de mi habitación. Viendo aquella llamada, y después de un día entero empantallado perdido, qué menos que unas horas de lectura en la playa. Me enfundé el bañador, busqué una toalla, llené de agua fría la cantimplora que siempre llevo conmigo, como el tio Matt, pensé… aunque no viaje tanto como quisiera ni le mande postales a nadie. Habían bastado aquellos minutos: Cuando abrí la puerta del mundo que empieza en las puertas de las casas me encontré el barrio sumido en una densa niebla que a pocos metros de mi parecía tragarse las casas, la calle, el asfalto, los árboles, las aceras e incluso a las personas que caminaban sobre ellas y que se dejaban tragar por el blanco como si nada…
El aire estaba húmedo y hacía un poco de frío, el suficiente como para que, después de unos metros, me diera por vencido y volviese a casa para enfundarme un pantalón largo y una camisa… Mismo proceso, misma mochila, mista puerta, vuelta al exterior y mismo echarse a caminar calle abajo, ya sin planes de regreso, calle abajo.
No se veía el sol, ni siquiera como un resplandor en alguna parte del cielo, sin embargo, la niebla estaba llena de una luz intensa y difusa, una luz que venía de todos lados a la vez, que bajaba pesadamente del cielo, me pasaba por los costados y a la vez me acariciaba el mentón saludándome desde el asfalto. Cuando me enfundé las gafas de sol, me di cuenta de lo distinto que se hace el mundo, tan enorme y luminoso, después de unas horas enfrascado en la pantalla de un ordenador. Me estremecí pensando en las horas que había estado trabajando. Sentí que volvía a recuperar algo de mi persona.
La playa apareció entre las casas como el decorado de una película de pescadores… La gente seguía en las terrazas de los café y los chiringuitos como si nada. Los mercaderes de los puestos ambulantes que se me iban apareciendo en la niebla charlaban como siempre entre si, con un ojo puesto en la gente que aminoraba el paso o que con suerte hasta se paraba a mirar. Los espeteros preparaban sus barcas llenas de arena para seguir ensartando sardinas por la noche. Realmente era verdad que no ocurría nada: pero al pasar no dejaban de oirse continuos comentarios sobre la niebla. Solo cambiaban las voces y el tono. Muchas de ellas me resultaron ridículas, indignas del mensaje inquietante que estaban transmitiendo. Estaba pasando algo, si: una nube cruzaba el barrio, con todas sus cosas y sus gentes dentro. Si no es mejor que el silencio…
Me dirigí al este, por el lado de la orilla en el que el banco de niebla se hacía más y más denso. Trataba de internarme en él. Mi idea era que si el espigón que protege la playa quedaba oculto, a solo unos 30 metros de la orilla, desde el mismo espigón tampoco se vería la orilla, ni el paseo, ni los chiringuitos y casitas del barrio de pescadores… y yo podría a sentarme allí como en una isla de roca en medio de la niebla.
Bajé del paseo y seguí por la línea de la orilla. La gente que había extendido las toallas para tomar el sol, ahora, sentada en el estupor de la niebla con sus bañadores y sombrillas, me miraba pasar con curiosidad. Hubo una chica que me mantuvo la mirada, largo tiempo. Aún cuando la había pasado la pude sentir todavía mirándome desde atrás… por mi parte no pude evitar retener en la mente la imagen de su vientre desnudo entre las piezas del bikini, ni gordo ni delgado, un vientre normal que al sentarse se contrae en pliegues y al tumbarse se estira reproduciendo suavemente su musculatura –mi mujer con vientre de montículo marino -, lo que se dice un genuino y tierno vientre femenino… aquella imagen perdida en un mundo colmado de esta luz sin sol, me hizo darme cuenta de lo mucho que echaba de menos el vientre de una chica. En alguna parte de esta niebla, la soledad acechaba mis siestas de verano.
Al remontar el espigón mar adentro, el mundo que dejaba tras de mi se desdibujaba… Suspendida bajo una densa pátina de humedad quedó la gente jugando, la chica en su toalla, todo difuso, ajeno, inofensivo como el dibujo a lápiz duro de un niño repelente que tiene miedo de manchar el papel con la verdad. Definitivamente yo estaba solo, con mis instintos de lápiz blando, de trazos oscuros y grasientos y como del verano incipiente que se ocultaba la niebla me sentí secretamente orgullosos del fracaso escolar y del arte que llevo dentro.
Llegué al final del espigón. Alrededor, los primeros metros del mar reposaban mansamente en el área visible de la tarde, luego el mar se perdía bajo un fondo liso y blanco, en el que, un poco más lejos, el espigón que cierra la playa apenas era una sombra grande y liviana, poblada de cuerpos y de voces amortiguadas como en el papel de un juego de sombras chinescas. Sabía que era el mar, pero solo porque lo sabía: en verdad podrían haber sido los primeros metros de un lago, de un estanque en Central Park, del final de una de esas islas que forman playas en el Danubio… si hubiesen desmontado el mundo a unos metros de mi yo solo habría oído un ruido lejano de destornilladores automáticos, chillidos de coordinación y fijaciones al soltarse… pensé en el Show de Truman.
En el blanco nada era ya infinito excepto el blanco mismo. Había un inmenso recogimiento. Lejos de la angustia que sugiere la niebla, la pérdida de referencias y de los límites de lo que te rodea, había algo casi hogareño en todo esto. Así que me senté en medio de aquella habitación sin esquinas, ni puertas, ni ventanas, como quien se sienta en la moqueta de un cuarto de juegos, o en un cuarto vacío encontrado después de una larga búsqueda, me senté reconciliado con el espacio del presente, acogido por aquella pulpa sin peso.
Sentado sobre mi roca –la roca plana en la que pasábamos las madrugadas de verano, sobre la que probé algunas drogas y besé a alguna chica- abrí mi mochila. Saqué la toalla, el libro y la lata de alhambra –el frío entre mis dedos destacaba como a contraluz contra este el bochorno de mayo- y, un poco consciente de algunas miradas que se preguntaban intrigadas por mi silueta sobre las rocas, me hice un almohada con la toalla y me tendí tranquilamente a leer.
Había esperado estar un poco sumergido en la lectura, el swing necesario… entonces sin dejar de leer encajé el libro entre mis piernas, para sostenerlo abierto contra la roca y, apartando las manos a un lado, abrí la lata, que debió sonar en el vacío hasta la orilla de la playa. Solo aparté los ojos del libro para levantar la cabeza al beber. El sabor de la cerveza que hace años y sobre aquellas mismas rocas había sido el sabor de la rebeldía, contrastó con el sabor en que se ha convertido hoy, un placer profundo y sencillo, que te espera al salir de trabajar, en el encuentro casual de un amigo, en las casas que visitas y los ratos que te vienes a leer a la playa... Ha pasado el tiempo, me dije, y la frase se desvistió de todo significado en medio de la neblina. Ni siquiera le tiempo nos alcanza aquí -seguí diciéndome solo en el silencio y me acomodé de nuevo a leer lleno de buen humor.
Era una novela japonesa: “Lo bello y lo triste”, de Yasunari Kawabata. No se mucho de literatura japonesa pero me da que esta tiene el ritmo y la cadencia de una narración netamente japonesa. Mientras leía, una corriente casi invisible de infinitas partículas de humedad atravesaba en silencio el aire entre mi cara y mi libro, entre mi cara las rocas: una inmensa nube, quién sabe cuántos kilómetros, pasaba también entre los niños jugando, entre las piernas de los jugadores de volley… entre la chica que me miró y la amiga que fumaba a su lado... Mientras leía jugaba a variar de vez en cuando el enfoque de mis ojos, disfrutando de aquella miríada de ínfimas flechitas blancas que cruzaban lentamente el espacio.
En un momento dado dejé el libro a un lado, cerré los ojos y me dejé llevar por las cosas dulces que uno piensa en la hora de la siesta: el ambiente en la playa cercana y lejana a la vez, como el verano, en el verano mismo, el sol sobre este capítulo impreciso de mi vida, pensé en las casas que me quedan por vivir, en un café a media mañana, en la sábanas revueltas, pensé en ti y en el erotismo japonés, en el poderoso contraste entre su intimismo y su violencia… pensé en algo más pero ya no lo recuerdo porque me estaba quedando dormido, mecido por el palmoteo del mar al colarse bajo las rocas.
A ratos me despertaba, levantaba pesadamente la cabeza y miraba a mi alrededor, casi extrañado de que las cosas sigan en su sitio… y en seguida, por el simple placer de volver a hacerlo, volvía a dormirme.
Cuando me harté de dormir, busqué el libro entre mi camisa, la mochila y todas mis cosas que se habían extendido sobre la roca como si fuera de verdad mi propia cama. Antes de retomar el libro, me dieron ganas de mear y bajé a las rocas de la orilla para hacerlo a mar abierto. Bajo el agua, estaban las mismas las rocas sumergidas sobre las que tanto miedo me daban nadar de pequeño... y supongo que aún ahora: Volúmenes sin forma concreta como inmensos seres que me observan callados mientras se bambolean con el vaivén de las aguas. Había algo mitológico en todo esto. Hay cosas en las que siempre lo habrá.
De pie, meando en el mar, me he acordé de cuando vivía en el Albaicin y me subía a dormir en la azotea. Me encantaba levantarme en mitad de la noche y mear sobre los tejados vecinos, con la ciudad durmiendo inconsciente a mis pies, el ruido blanco de la brisa que el rio trae por el valle, y de los taxis y autobuses que hacen guardia en la madrugada, algún acelerón trasnochado y puntual, y al fondo la Alhambra, ya apagada, guardada en la oscuridad hasta el día siguiente… Me sentía como un rey y me lo decía en voz alta, saboreando cada palabra, con la verga en la mano, haciendo equilibrio sobre el borde del tejado… como un rey. Volvía a mi saco de dormir. Como un rey.
Y de esto es de lo que soy rey ahora –me dije mirando este paisaje sumido en la niebla-, de este mar que si bien se perfectamente que bajo la niebla llega hasta la misma Grecia, esta tarde solo me parece un lago manso… De esto es de lo que soy rey ahora... Tengo que hacer algo pronto.
Cuando llegué a mi pequeña acampada, saqué el cuaderno y el estilógrafo, y la roca que era mi habitación se convirtió en el despacho donde os he escrito este post.
Seguí leyendo hasta que las playas a mi alrededor empezaron a quedarse desiertas. Me gustaba aquel vacío de personas: corroboraba la impresión de hallarme en la topografía, sintética y perfecta de un sueño. Incluso tuve que mirarme las manos para comprobar que no estaba soñando, me dije que debía hacer esa comprobación más a menudo, que me iría mejor en los sueños y en la vigilia. Recordé como el estudio de los sueños lúcidos había traído en una época la curiosa alegría de existir de una especie de juguetería metafísica.
Solo 5 minutos antes de marcharme me di cuenta de que había llevado todo el tiempo puestas las gafas de sol. Me las quité y sentí como el blanco cálido e infinito de la tarde me entraba por los ojos hasta el fondo de mi cuerpo.
9 comentarios:
Muy hermoso, Golfo. Muy muy hermoso. Lo mejor cuando te cubre la niebla es ir a un lugar descubierto y saborearla en toda su intensidad, como a la orilla del mar por ejemplo.
Que disfrutes la Niebla, Golfo. Un beso!
Todo eso me ha recordado a esto: http://lememepom.blogspot.com/2010/06/signomi.html
Me ha traído recuerdos, muchos de los que no quería acordarme. La memoria, siempre la memoria me persigue y me jode. Pero en realidad no me jode nadie.
Te propongo que hagamos un Club de Siesteros Solitarios. Para ponerle remedio y tal.
PD: No es tan coñazo. Quizá un pelín largo, pero me ha gustado.
Menos mal que mear en el mar aún no tiene pena legal ;)
Si algún vecino asomado toco la lluvia dorada... eso ya es otra historia.
La bella Alhambra...
Buen relato.
Un beso rey jeje
Muy bonito, cómo dices un montón de cosas sin apenas decir nada. Deberías plantearte seriamente eso de publicar, está claro que sí, que escribir te da la vida. Un beso.
Que bueno, me han dado ganas de irme a la playa ya.
Días golfos...
yo quiero.
De modo que eras tú el cabrón que me meaba encima por las noches, ¿no?
Ja, ja, Soma, conservas el tono, años después, para bien por supuesto, que tenías a los dieciocho, y a juzgar por lo leido, sobre la vigilia y el sueño, o tus tensas relaciones gnoseológicas al respecto, la misma forma de ver y estar en la vida.
Lo dicho, ya mismo nos tomamos un té "wo du lieber magst".
El lápiz duro, aunque marque poco, deja en el papel un surco tallado, invisible, que permanece como un tatuaje hecho con un arpón de cazar leviatanes. Por lo demás, me alegra leerte. Un abrazo, bastardo (tanto tú como el abrazo)
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