A Nico
mi vecino del Albaicin
amigo en esas alturas
cuyo apellido me guardo
por la gloria de morir
sin dejar rastro en internet.
Ya os hablé del gato Costeño y de Nico,
con quien el gato vivía. Si
Costeño era el rey de aquella destartalada casa con patio que
algunos incluso visitasteis, Nico era su ministro, representante y
vocal de una autoridad gatuna no escrita, pero patente en el modo en
que algunos personajes fabulosos parecen emerger por encima del
ordinario.
Nico
era a quien había que preguntar cuando había que resolver un
problema. No es que lo fuera a solucionar, pero al menos te lo podía
comentar como nadie.
–Son
unos chorizos y van a pagar porque la planta de arriba es ilegal.
Urbanismo les va a meter un paquete de... –sobre los caseros.
–Es
el amante, viene una vez por semana, a las nueve se va, no se queda a
dormir –decía mientras tomábamos un café y aguantábamos como
podíamos la sesión de sexo a gritos d ella vecina d ella
entreplanta–.
–Ayer
no veas tu también –me dijo una vez–.
–No
era yo.
–No
seas modesto.
–Que
no era yo, coño, era un amigo al que le dejé la casa porque el y la
novia viven con los padres y...
–Pues
vaya ópera, “Conan”.
–Que
no era yo, te digo
Y
era verdad, pero era difícil contradecir ese oscuro saber de la vida
que irradiaba. Por su parte, su vida era un misterio. “No tengo
móvil, ni casa, ni coche”, solía decir orgulloso. Cuando mi madre
oyó aquello, me dijo que posiblemente huía de algo. Al parecer,
había sido muchos años abogado en Marbella y en un momento dado
había cortado por lo sano con todo y se había mudado a aquel
pequeño apartamento en el Albaicyn con el objetivo de hacer unas
oposiciones a juez que nunca acabó. Ahora que entiendo un poco mejor
la vida, pensándolo bien, quizá aquellas oposiciones fueran la
excusa para llevar la vida que llevaba sin que nadie le incordiara
con el dichoso ¿qué haces en la vida? –esa pregunta que suele ser
la 3 o la 4 que todo el mundo te hace–. En la aparente cárcel del
eterno opositor encontró Nico por fin la libertad para ejercer cada
día de ministro en una casa albaicinera presidida por un gato de
barrio. Pero ese romper con una carrera de éxito en una ciudad de
lujos estridentes y placeres mediterráneos para meterse en un
cuchitril de habitación y media en lo alto del Albaicyn... daba
que pensar. O era un esteta... o huía de algo, como decía mi madre
recapitulando mientras charlábamos sobre nuestra vida en el
Albaycin... Abogados, Marbella, cortar por lo sano, mmm... ¿la
mafia rusa?.
–Mamá,
no creo que si la mafia rusa te estuviese buscando, fueras a
despistarlos huyendo al Albaicyn.
–Pero
¿y si no se llama como él dice? No sabemos nada de ese hombre
–Insistía.
A
mi madre, que había dejado de fumar, le gustaba respirar ese aire de
misterio a través de mi descripción de Nico, invadida por esa
sensación, que sin conocerle personalmente le envolvía, de “saber
algo que otros no saben”.
Nico
era también el diplomático que presentaba a los nuevos vecinos. Con
su estilo abrupto y malafollá granadina, pero terriblemente
amistoso, daba la bienvenida a los recién mudados y los invitaba a
subir a la terraza, desde la que se veía mejor el atardecer. El
organizaba las recepciones , con vinos y güisquis buenos... que a
veces se alargaban hasta la madrugada. Mientras tanto, el gato
Costeño, con su aire curtido en muchas batallas, saltaba de un
regazo a otro, pasando revista y recibiendo honores en silencio.
Su
apartamento, en lo alto del edificio, era el único con terraza
propia, que daba sobre la terraza que teníamos que compartir los
demás. Desde ese púlpito de ladrillo encalado y rodeado de cactus,
Nico daba sus magníficos, breves e irreverentes sermones y desde él
nos invitaba a su peculiar eucaristía ofreciendo pan con queso,
vino, tabaco y dosis interminables de cariñosa malafollá.
Tanto leer ni tanto leer, estudia
y sé un hombre de provecho –me soltaba con una voz que no se la
creía ni él mismo y uno ojos que decían “lee, disfruta, no
tengas prisa, melón”.
Para
luego, más tarde, cuando me encontraba con mi libro de estructuras y
mi calculadora científica...
–No
sé ni para qué estudias. Te van a follaaaaar... –seguido por su
risa maliciosa.
–¿Por
qué tienes tantos cactus?... –le dije una vez.
–No
sé... Me gustan.
–¿Va
con el carácter?
–Joputa.
Dialécticamente,
fue la única que le metí.
Era
él quien acallaba a los vecinos cuando su arte se hacía de verdad
insoportable. No sé si habéis tenido la suerte de tener músicos
como vecinos. Jazz, flamenco, folk italiano, incluso eletro... en el
Albaycin había miles y al principio los escuchas con íntimo
agradecimiento de vivir en un barrio de artistas. Quizá hasta algún
día ellos mismos te descubren silbando sus canciones, como le pasó
una vez a un amigo, y, como mi amigo, se sientan verdaderamente
arrollados por su orgullo de compositor.
Pero al final, algún día, todo
lo que querrás es poder quemar sus instrumentos en una gran pira
(incluyendo la mesa de mezclas de un bacala profesional que vivía
detrás del tabique mi cuarto de baño). Porque una cosa es un
concierto y otra practicar días enteros la misma canción... el
mismo fraseado, la interminable letanía de esa lucha casi sísifica
de los músicos mantienen contra sus propias disonancias.
Entonces
llegaba Nico y, en venganza, ponía música clásica literalmente a
todo volumen.
–Esto
es música –me decía Nico a gritos entre los cactus de su terraza–
no el jevimétal ese que tu escuchas.
–Se
llama industrial.
–¿Cómo?
–Que
se llama métal industrial.
–¿Industrial?...
Mariconadas. Todo mariconadas... lo que pasa es que no tenéis
cojones de escuchar algo fuerte de verdad. –y dicho esto se mentía
en su refugio para subir todavía más el volumen. Bethoven tomaba de
pronto las terrazas del barrio, se derramaba sobre sus calles,
ahogaba el susurro de las parejas en los miradores e interrumpía las
conversaciones de los turistas que recorrían sudando las infinitas
escaleras e intrincadas calles del Albaicyn.
A
veces, cuando volvía casa, ya lo oía de lejos, caminando entre
gente que alzaba la vista, buscando el origen del estruendo,
agradecidos en el fondo de oír algo más que el odioso y cutre
tamtam de todos los imbéciles que tocan los timbales en las plazas
de Granada.
Mientras
tanto, Costeño iba y venía. Como rey, lo llevaba un poco a estilo
medieval: una vida de gato grande que se ausenta unos días y vuelve
lleno de arañazos y felices heridas de guerra. Para un gato al que
le gusten los paisajes llenos de recovecos, donde haya tejados,
patios donde alguien les de de comer, perros a los que fastidiar y
ratas frescas de vez en cuando... no hay lugar más feliz que el
Albaicyn.
Una
noche llegué a casa y me lo encontré arrebujado en mi sofá. Me
acerqué a saludarlo muy contento. Había una gran mancha bajo a
cabeza. Cuando levantó la cabeza descubrí le faltaba media mejilla.
A través del agujero se le veía la dentadura flotando como un
puente en miniatura,tras el puente el interior de la boca, iluminado
por la luz de la bombilla y más atrás la otra dentadura. Aparté la
mano en seguida. El bicho me miraba serio, como si no le doliera.
Parecía Terminator. Presa de un pánico bastante peculiar
–terminator herido entre tus brazos– subí a buscar a Nico, que
lo llevó al veterinario.
No
había mucho que hacer. No es que se fuera a morir, pero la herida
tenía que curar sola. Con cierta incredulidad fuimos viendo cómo en
unos días el agujero en la mejilla se le iba cerrando y el gato era
de nuevo un gato completo, con su boca completa, sus completas ganas
de líos y lúcidas heridas de guerra con las que parecía decirnos:
“No veas, colega. Vaya quilombo.”
Un
día el gato empezó a adelgazar alarmantemente. Cuando le tendías
algo de comer, venía con el rabo en alto, abría la boca delante del
pescado -nunca de lata, Costeño era un gourmet-, pero entonces
fufaba de dolor, la volvía a cerrar y se quedaba mirando la comida
con enorme frustración. Luego se marchaba, cojeando, escuálido como
un animal miserable de una novela del siglo XVI. Leucemia. Por lo
visto, según Nico me explicó, la leucemia en un gato es viral, la
pillan con facilidad... de hecho, ahora que escribo sobre esto, he
mirado un momento en la Wikipedia y el gato llevaba en el cuerpo una
Leucemia de manual: Perdía apetito, peso, fuerzas, ganas, pelo,
magnificencia. Así fue como Costeño dejó de salir, de colarse por
las ventanas y de perseguir a la gata de la vecina, que de pronto
acampaba a sus anchas por el portal.
Cuando
Costeño murió la casa se quedó sin Rey pero siguió como
república. Esto no cambió mucho, más que para Nico, que era
monárquico. Los demás no dijeron gran cosa. Nada en realidad. Yo
por mi parte siempre echaré de menos encontrármelo durmiendo en el
sofá, que apareciera sentado en el alféizar de la ventana de la
cocina, con esa pose que daban ganas de ponerle una caña con
aceitunas. Incluso sentado en el water llegué a echar de menos aquel
asomar la cabeza por la ventana, sin importarle un pito el sentido de
la privacidad, como revisando que todo está en orden. “Todo en
orden, majestad”, le decía yo. “El papel higiénico está a
punto de acabarse pero en cuanto se acabe bajaré al Mercadona a por
más”. Y el gato desaparecía, satisfecho.
Mucho
después de dejar la casa patio para irme a trabajar a otra ciudad,
todavía cuando visito Granada, me paso de vez en cuando a ver a
Nico. En realidad, no solo vengo a ver a Nico, sino a respirar el
aire de los años que allí pasé y en le que Nico es una figura
capital como presidente de aquella pequeña república de 7
viviendas... u 8, contando con los dos apartamentuchos sin ventanas
del fondo del patio, que no sé si se le podía llamar vivienda pero
que al menos (supongo que no sin cierta vergüenza) se alquilaban
como tales.
El
ritual de mis visitas es siempre el mismo. Lo primero, sorprenderme a
mi mismo al olvidarme, otra vez, de que el edificio no tiene timbre.
En vez de aporrear la puerta y molestar a cualquier vecino, llamo
directamente al teléfono de Nico.
Biiiip.
Biiiip.
Se
descuelga, suena un poco de nieve, fsssss, y en seguida la voz de
Nico con tono de terrorista dando instrucciones para un peligroso
rescate.
“Hola.
Este es el contestador automático del número XXXXXXX. Puede dejar
un mensaje y su número de teléfono después de oír la señal.
Recuerde que si no deja su número de teléfono, NO contestarle NUNCA
a su llamada... Bip.”
–Hola Nico, te recuerdo, como
siempre, que es evidente que si no dejo mi número de teléfono no
podrás contestar nunca mi llamada. Soy Golfo, estoy en la puerta, si
estás ahí abre por favor. Un abr...
Antes
de acabar la frase la voz de Nico descuelga, ahora sí, respirando
como si hubiese corrido a cogerlo a través de toda la casa... que
solo consta de una habitación.
Si
no contesta, cuelgo y recurro al otro sistema: tecnología vernacular
aalbaicinera:
–Nicoooooo.
Aúllo
a viva voz.
Segundos
de espera.
–Nicoooooo.
Segundos
de espera.
–Nicooooo.
La
persiana que cuelga sobre la vieja barandilla de metal empieza a
enrollarse y Nico se asoma como si hubiese estado haciendo algo muy
importante. No olvidemos que es opositor e intenta estudiar, o
convencerse de que estudia, cada día. Me disculpo por interrumpir.
No pasa nada. Sin decir nada, me saluda con un movimiento de
barbilla, desaparece un momento dentro y vuelve aparecer para tirarme
la llave.
El
patio, lleno de macetas es como una gruta a la que el sol entrara por
una apertura muy alta. Huele a casa húmeda, a tierra húmeda y a
plantas muy contentas de vivir en la humedad. Yo respiro
profundamente antes de subir por las escaleras, no solo porque me
gustan las casas viejas, sino porque además con esa atmósfera
respiro el aire de unos años impresionantes que muchos incluso quizá
recordéis.
Aquellos
habían sido además los años en que Golfo se asentó, tomando forma
y vida como personaje y permitiéndome compartir el asombro de vivir
a través de Internet, con todos los que me leyeron –me leísteis–
entre otoño de 2005 y la primavera de 2007. Puede que incluso los
que me visitarais estéis ahora viendo aquel patio lleno de macetas,
oliendo el olor a edificio húmedo.
Repartidas
en tramos y direcciones desiguales, recordaréis también las
escaleras que venían después. No, nos os esforcéis. No es que no
consigáis recordarlas bien. Es que son así, siempre... tan
deliciosamente tortuosas como el primer día.
Cuando
salgo a la terraza, me recibe una luz cegadora y ese aire de viento
libre y viejo reinado que tienen las terrazas del Albaicyn. La
ciudad, murmura tras las barandillas, como el mar que murmura, tan
próximo y tan ajeno a la vez, contra el caso de un barco. Tras
respirar, otra vez, profundamente, el aire de la terraza, subo por
fin los cinco escalones que llevan definitivamente a la puerta de
Nico.
Nico
abría la puerta con una gran sonrisa y me daba un abrazo. Aquello
era algo que solo hacía desde que habíamos dejado de ser vecinos.
De hecho, la primera vez que me dio un abrazo fue después de cargar
el coche juntos, antes de subirme, arrancar y marcharme de allí para
siempre. Fue un abrazo muy sentido por los dos: por él, porque al
parecer apreciaba enormemente 4 años de honesta vecindad; por mí,
no sólo porque lo descubría. sino también porque jamás había
visto a Nico abrazar a nadie.
Nico,
que me había dado la bienvenida cuando llegué a lo que iba a ser mi
casa, me despedía ahora de lo que era toda una época.
Desde
entonces me abrazaba siempre al recibirme y después de aquel
abrazote pasábamos a instalarnos en la terraza con un buen vino y un
pitillo. Nico me contaba entonces las últimas noticias de la casa
patio, normalmente pleitos que amenazaban a los propietarios, que él
tenía en la agenda como “judíos” –lo que puede parecer feo,
pero que estando en el Albaicyn tenia para mí cierto sabor a
Historia Viva por Irresuelta–. Al parecer habían construido el
edificio, sin planos, sin arquitecto, sin respetar las ordenanzas del
barrio y varias normas de construcción. Con el tiempo, las denuncias
de la gerencia de urbanismo y sociedades de amigos del Albaicyn, se
sumaron al hecho de las quejas de los vecinos por el frio que hacía
en los apartamentos, de la humedad, de las grietas. Ya no era
sostenible. De lo de la construcción doy fe porque yo mismo utilicé
aquel edificio como caso práctico en el curso de patologías en la
construcción durante mis estudios de arquitectura; de lo del frío
también, porque he cenado varias veces con la bufanda puesta.
Nico
me contaba todo esto con una sonrisa sabionda y divertida –aunque
fuera su propia casa–, de abogado que sabe de esto, pero también
de pura y alegre malafollá, ese “sentimiento trágico de la
existencia” que da a la gente en Granada su humor negro y su
apacible indolencia. Allí sentados al sol, compartíamos nuestra
pretendida indignación y disimulada sensación de que en el fondo
nos encantaba el modo improvisado en que la casa había ido
creciendo, con todos esos recovecos y absurdas esquinas, sombrías
como una cueva en la que cae la luz como al fondo de un pozo, con sus
tejados y terrazas y finalmente la casa de Nico como la torre de un
viejo castillo. Lo que daba a aquella arquitectura una calidad
impagable era el hecho de que en ella habíamos sido felices.
Entonces
me preguntaba como me iba a mí. La vida ha dado muchos tumbos y
siempre podía contarle cosas distintas: que trabajaba en una gran
empresa que iba muy bien y todos trabajábamos felices; que la
empresa menguaba por la crisis, pero que tenía más capas que una
cebolla y yo estaba en una capa profunda, pero que era duro ver cómo
tantos compañeros, todos falsos autónomos –contrato standard de
la cultura del ladrillo– se quedaban de pronto en la calle, sin
indemnización, sin subsidio, abandonados a su condición de
trabajadores fantasma que en el fondo siempre habían sido...
Que
era una putada, que nos apretaban las tuercas pero que ahí
estábamos. Hasta que llegó el día en que le conté que por fin me
había tocado.
–Sí
tío, pero en verdad estaba hasta los cojones y gracias a eso he
hecho lo que siempre quise hacer.
(....)
–Ahora
vivo en Berlín...
Él
me miraba admirado y soltaba el típico rollo de la de trabajo y
arquitectura que hay en Berlín, sobre todo desde la reunificación,
la reconstrucción del Este y que blablabla....
Yo
se lo desmontaba.
–Berlín
es jodido, Nico, hay mucho paro, miseria moderna, tío, un modelo
para Europa, claro pero la Europa precaria –él me miraba un poco
triste, pero creo era más por no conocer Berlín que por la miseria.
El de eso estaba ya curado.
–...pero
es hermoso a la vez, colega, cutre y brillante. No sé como decirlo,
o sí, qué coño: Berlín es como Granada, como esta casa. Y esa es
la verdad, Nico, –le confesé por fin– parte de mi exilio a
Berlín se debe a que Berlín me hace sentir como en Granada.
–Esto
es una mierda –decía Nico resumiendo la crisis– ¿Tu crees que
remontará?.
–Ni
de coña. El problema es sistémico. ¿Y tu?
Él
me contaba lo que había visto en sus años de abogado, su
conocimiento de la administración. Lo contaba todo en tono Roy Batty
el replicante de Blade Runner... “He visto cosas que no
creeríais”... y se reía muy maliciosa y un poco amargamente de
cómo todo a nuestro alrededor se venía abajo. El palacio de la
corrupción y la especulación se caía por su propio peso y él
parecía verlo desde su terraza como un marino ve las naves arder
desde la cubierta del barco. Solo le faltara decir “Nos veremos en
el infierno, Muahahahá”. Luego me decía que yo era joven y que no
me preocupara, que tenía mucho por delante –casi 30 años menos
que él– y me felicitaba otra vez por los cojones de emigrar. Si,
Nico, te lo agradezco, pero yo echo de menos esto –le
decía señalando el
paisaje... y luego con un golpecito en la barandilla
repitiendo–, Esto: la piel de las cosas y la atmósfera que
las rodea. La terraza desierta, la cubierta del barco a las horas de
la calma chica.
A
veces me acompañaba alguna chica. Normalmente alguna amiga de otro
país que quería ver Granada.
–¿Do
you want more? –le preguntaba él cada vez que veía su copa vacía.
Ella rechazaba un poco aturrullada.
–¿No?.
Volvía
a rechazar moviendo la cabeza.
–¿Seguro?...
Pos bueno –concluía él sirviéndose él mismo.
Yo
le enseñaba la casa muy orgulloso. Era un lugar que fascinaba a
cualquiera, que ya me había ayudado muchas veces de alguna manera a
seducir a una chica, fascinada por encontrarse en aquel lugar en el
que yo mismo vivía fascinado del mundo. Lo curioso es que si la casa
era tan maravillosa no era en absoluto por representar un lujo
económico. Era cutre, fría, tenía grietas, azulejos dispares,
escaleras con cabezada. No era sino por su calidad intelectual lo que
la hacía fascinante: ese aire de lo que esta sin terminar, por
ocurrir o sencillamente terminado pero de otro modo más abierto,
renunciando a a fria perfección de un plan cerrado o peor
resignándose a que las cosas sean como pretende el mundo que deben
ser, esa atmósfera que envuelve la torpeza de una vida llena de
desarraigo, poesía e incertidumbre. La casa hablaba a las chicas de
lo que mi aspecto físico y mi torpeza escénica, no sabían
hablarles, contándoles lo mucho que merecía la pena pasar conmigo
el tiempo que les reservaba.
Nico
había conocido ya a todas las chicas que subieron a mi casa del
Albaicyn. Nos saludaba con unas discretas buenas noches cuando
subíamos a la terraza para disfrutar de las vistas nocturnas de la
ciudad y luego nos daba los buenos días –un poco leve, como sin
prestarnos atención–, cuando subíamos a desayunar sobre una
ciudad que aparecía de pronto tan violentamente perfilada en el
espacio como si nunca hubiese habido noche y todo el universo fuera
luz y tostadas de tomate. Hoy todavía, el paisaje del cuerpo de
aquellas chicas, la topografía de complicidad a media voz, está
ligado en mi recuerdo al paisaje de los tejados del Albaicyn...
cálido, sencillo... e infinito.
Por
parte de Nico, aparte de la misteriosa postal en la que decía que
apareció un día en el correo de los vecinos –“Me acuerdo de tí
aunque no te lo mereces”– solo le conocí una mujer. Fue una
historia breve con una vecina. No llegaba a los treinta. Era
atlética, morena y tenía una voz tan terriblemente dulce como
absolutamente imposible de callar. Lo curioso es que creo que fue a
eso a lo que se enganchó. Por unos meses, se podía oír a todas
horas, mezclado con la brisa en a terraza o con la luz que bajaba por
el patio, aquel melodioso y constante
blablablablablablablablablablablabla interminable pero muy dulce,
dulce de verdad, mezclado con el tintineo de los hielos en el whisky
de Nico. Se oía hasta altas horas de la noche y luego de nuevo de
nuevo en la mañana, como un programa de radio Nico que hubiese
puesto para acompañarse. En realidad, aquella continuidad era la
única prueba de que tenían una historia.
Hasta
donde aguantaras escuchándola, la chica era bastante interesante.
Trabajaba escribiendo guías turísticas y su misión en Granada era
probar todos los restaurantes, ofertas, masajes, termas, atracciones
y monumentos, y alojarse de vez en cuando en un hotel que quería ser
reseñado en su guía. Era una vida dura, decía. Nosotros la
mirábamos divertidos. Nosotros: dos estudiantes con pocas esperanzas
de pasar el próximo examen -yo estructuras metálicas, por cuarta
vez y él la oposición a juez, la tercera-: nosotros que no sabíamos cuando coño iba a empezar a formarse un futuro profesional,
tener unas pelas y acceder a esos lujos... Pero era verdad, siempre
de ciudad en ciudad y viviendo una vida de consumo impagable, sin
raíces ni acompañantes precisos, la suya era también una vida
solitaria. Creo que Nico, que a su manera era bastante solitario, lo
comprendió mejor que nadie y durante los meses que ella pasó en
nuestra casa decidieron darse un respiro en sus peculiares modos de
vida; ella viajando por el mundo, el riéndose de él en su atalaya.
Hasta
que un día la chica se marchó a otra ciudad, a probar otros lujos y
dormir de vez en cuando en otros hoteles... o no. Creo que aquello
siguió. Él la siguió una temporada. Nunca había oído que Nico
viajara y nunca lo volví a oír después de aquello. Pero sé que la
siguió hasta América. Creo que se gastó una verdadera pasta en
estar cerca de ella.
Cuando
volvía no ocultaba que había ido al otro lado del mundo a visitarla
pero lo decía de ese modo en que le queda a uno muy claro que no vas
a alargar un solo minuto la conversación. Yo llegué a preocuparme
de esa parquedad, seca y dura como siempre, pero mucho menos
divertida.
Hasta
el día que me pilló subiendo por tejado del vecino. Yo caminaba un
poco raro, buscando el lomo de las tejas para no moverlas, y
agarrándome a las viejas tomas de media tensión (desmanteladas).
Nico me chistaba desde su terraza, ssssschhh sssshh y luego bajito me
susurraba exagerando el movimiento de los labios para asegurarse de
que a pesar de los 15 metros de distancia y silencio le entendiera...
Te
van a meter un paquete. Mira cómo tienes las tejas.
Como te vea el vecino te vuela los huevos, que es
secreta, y tiene pistola. Pum... Pum... Luego no digas
que no te lo advertí, pum pum.
Esto
último lo decía haciendo como si tuviese un gran rifle en las
manos, apuntándome con él y disparándome. Tras el retroceso del
rifle lanzaba una gran risotada. Y me remataba... ¡pum!
No
sé si era verdad, en cualquier caso, siendo Nico, con ese aire de
brujo burlón, se podía convertir en verdad. Sin embargo yo no dejé
de subir. Nunca dejé de subir. ¿qué me tenía tan enganchado? No
se veía el atardecer mucho mejor que desde la casa de Nico y ni
siquiera había escalera para subir.
Era
esa condición de lugar inaccesible, sin escaleras para llegar, ni
barandillas que te protejan... esa falta de todo elemento que
invitara a quedarse allí y que convertía aquella burda plataforma
de loza en un lugar sagrado y sacrílego a la vez, inmaculado y
salvaje, al que solo se podía subir con esa misma voluntad incívica
con la que probablemente disfrutaba Costeño al vagar a sus anchas
por todas las habitaciones de cada casa. Una vez arriba uno tenía la
ciudad a los pies, desnudo en el viento libre y abrigado a la vez en
la sensación que espera más allá del propio, pequeño pero épico
esfuerzo de escalar por los tejados de los vecinos. Desde allí se
veían otras terrazas, otras azoteas, otros escaladores de tejados
como yo, que me saludaban amistosamente desde lejos.
Todo
aquello, el tejado, las terrazas, repartidas entre aleros y
medianeras, depósitos y antenas de televisión, formaba parte de lo
que yo llamo la sociedad de las azoteas. Una capa desconocida de la
sociedad que vive, borbotea y se desarrolla sobre ella sin que los
demás, a ras del suelo, se den cuenta: una sociedad formada por
puntos inaccesibles pero precisamente por eso muy unida,
perfectamente cohesionada por el placer secreto de estar ahí arriba
y la complicidad que da sentirse reyes de un mundo que la calle
ignora.
A
veces incluso me quedaba a dormir. Nico me veía subiendo con el
colchón del sofá a cuestas por las tejas del alero de la casa
vecina. Me chistaba otra vez. Me amenazaba con su rifle de aire.
Luego me decía que tuviera cuidado y se iba a dormir a su guarida,
sonriendo con orgullo de tener un vecino tan raruno como él.
Una
vez, en mitad de la noche, abrí los ojos y me encontré rodeado de
sombras vivas. Gatos, ahí, simplemente, haciendo cada uno a su aire,
ese algo indescifrable que hacen los gatos cuando parece que no hacen
nada. No me levanté. Me limité a disfrutar sin moverme del
privilegio de asistir a semejante conciábulo en medio de la noche,
en el mismo mundo que la humanidad habita, pero al margen de ella,
sintiéndome definitivamente, miembro de la sociedad de las azoteas,
aceptado incluso en su instante más primitivo e irracional... más
incluso que Nico, que dormía a pierna suelta en su casa rodeado de
sus libros de derecho.
Aparte
de las anécdotas escritas en este blog, el contacto que me queda con
el mundo es Nico.
Hoy
he ido a visitar la casa patio del callejón de los Negros. Otra vez
no me acordaba que el edificio no tiene timbre. He llamado al
teléfono. Nuevamente la voz de Nico, de periodista negociando un
rescate innegociable. Nuevamente la mía, recordándole que si no
dejo mi nombre y mi numero este negocio no va a ninguna parte. No lo
coge. Así que pruebo llamando Nico directamente a voces:
Nicooooo
Nicooooo
Como
no quiero alzar más la voz, llamo simplemente a la puerta del
edificio, primero suave, luego más fuerte. El eco de mis golpes se
oye amplificado por el hueco del patio interior. Y miro arriba por si
Nico se asoma. Su persiana esta echada como siempre por encima de la
barandilla. Insisto, si no Nico, digo yo que entre 8 apartamentos
alguien habrá que venga a abrirme. Y así ocurre, se asoma alguien
precisamente por la ventana de la casa del apartamento en el que yo
vivía.
Hola,
soy el vecino, bueno, lo era, pero vivía precisamente donde tu vives
ahora... con lo que ya no soy e vecino. –le digo a una mujer joven
que me mira sin malicia, ni sospecha, ni esas cosas que asaltan a la
gente cuando un desconocido cuenta historias así–. Estoy de
visita y me gustaría subir un momento a ver la terraza otra vez.
¿sería tan amable de dejarme pasar?
La
mujer desaparece en mi antiguo apartamento. Tarda un montón. No la
he convencido. Pero no, al rato cruje el cerrojo y la puerta se abre
ante mí. Le doy las gracias y me presento otra vez. Ella se aparta
para dejarme pasar muy amablemente y hace amago de indicarme por
donde se va a la terraza... pero desiste al ver que yo ya estoy
subiendo. Al final de la tortuosa concatenación de escaleras el
mundo de la terraza se abre ante mí como el primer día, un baño de
luz y de ese aire náutico, como la cubierta de un barco contra cuyo
casco la ciudad de batiera formando sordas olitas, chopcoplop ploch
clop..
Subo
los últimos cinco escalones y otra vez en la sombra, al fondo del
pasillo a la izquierda, llamo a la puerta de Nico.
No
está.
Bajo
entonces a mi antiguo apartamento, donde ahora vive la mujer que me
abrió. La puerta está abierta. Me asomo con una precaución y un
respeto casi metafísico, como si entrara a una cueva misteriosa
abierta dentro de mí mismo. En la cocina, la misma que yo usaba,
hay dos chicas que me miran sin extrañarse demasiado de que haya
entrados sin llamar. Las saludo y les pregunto si por favor saben
algo de Nico.
Así
es como después de casi un año sin venir por aquí me he enterado
de Nico murió hace dos meses. Un cáncer. Pienso en los eternos
cigarrillos y en las copas interminables que ofrecía en su terraza y
me duele lo poco que dura la eternidad. Me pregunto cómo habrá
muerto. Ni sé quién le acompañó –morir acompañado al calor del
amor ajeno es lo mínimo que podría pedir al morir–. No sé si
tenía familia, si se ocuparon sus amigos de que se fuera bien
acogido. Coño, mi madre tenía razón, no sabemos nada de este
hombre. No se si habrá venido la chica de la voz dulce a acompañarlo
con su cálido monólogo llenando las últimas horas de Nico. Es una
pregunta que uno ya no se hace sobre el personaje que os he pintado,
sino sobre la persona que había debajo, protegida por sus
improperios, su rifle imaginario y sus risotadas, y que de vez en
cuando salía a la luz en la forma de un amistoso abrazo, un segundo
antes de marcharme y al darme la bienvenida cada vez que volví.
Pienso en su voz grabada aún en el contestador, amenazante, como un
terrorista de los 80'... y no se si me alegra o me entristece haberle
dejado un mensaje al llamar.
Con
Nico se apaga el último lazo vivo que más allá de mi mismo tengo
con aquella época de albaicinero. Tengo el número de los dueños de
la casa, pero ellos no pertenecen a aquella república, ni a la
Sociedad de los Tejados. Ellos, como diría Nico, me volarían los
huevos con mucho gusto por haber vivido como viví en su propiedad.
No. Es con Nico con quien esta parte de mi historia muere, con su
puerta cerrada, con el silencio que escucho después de subir a
llamar otra vez a su puerta. Sí, otra vez he subido y he vuelto a
llamar, solo para sentir su ausencia, plena, radiante y obtusa como
él, para escuchar con todo mi amor ese silencio, última prueba
física de que tuve un vecino llamado Nicolás B. Antes de irme
pongo la mano en la puerta como en el vientre de la ballena que se lo
hubiese tragado y susurro mi adiós. Cuando salgo fuera, el mundo de
la terraza me saluda como siempre, lleno de luz, inconsciente como un
niño de lo que acaba de pasar.