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El post anterior no es en verdad un post sino un comment que le puse anoche a alguno de vosotros.
Esta presona escribió algo que me hizo escribir eso… y eso, a su vez, cuando apagué el ordenador para ir a acostarme, no hizo sino seguir recordándome como quien tira de un hilo, aquella época en que si al volver de la universidad intuía que luego no volvería a salir de casa, me desviaba del camino, me acercaba a una estación de trenes y me aseguraba de ver pasar un par de ellos fumando tranquilamente un pito antes de reemprender el camino.
O si me daba cuenta antes, me bastaba con comer en los comedores de la facultad de al lado, o en la bocadillería aquella donde siempre leía automáticamente los precios al pasar preguntándome si el kebab estaba bueno.
Y si no era una estación de trenes, me iba a la plaza, al mercado, o a una librería… En estos casos, es decir, en caso de que fuese un lugar de intercambio o interrelación, me obligaba a mi mismo a atar la bici, a hablar con alguno de los personajes y a comprar algo, lo necesitara o no, por ejemplo, una plantita o aquel cochecito que no me pensaba comprar pero que íntimamente deseaba (llegué a acumular unos cuantos). Si era una librería, tenía que comprar un libro para mi y otro para alguien que yo quisiera. Eran las reglas de los lugares de interrelación, si debía vivirlos tenía que participar.
O si veía que el día se iba a terminar sin haber vivido el tercer ambiente, decía en casa que iba a dar un paseo y me iba a alguna parte de la cuidad donde aún no hubiese estado aunque yo creyese que sí, o sea, alguno de esos lugares como el típico parque de atrás, la típica la calle detrás de la manzana que no te pilla de camino a ningún sitio o aquellos jardines de las terrazas donde había unos edificios horrorosos, en el barrio de al lado, esa plataforma de tres plantas que formaban el Alcampo, tres bancos, la agencia de viajes, y un montón de bajos comerciales, sobre la que un día me di cuenta de que nunca había subido…
Recuerdo que sobre aquellas terrazas, encontré unos parques increíbles, feos como solo pudieron ser feos los ingenuos paisajes futuristas de los años sesenta, con sus fuentes miesianas (inmensos rectángulos de agua de 30cm de profundidad, un chorrito en la esquina y legiones de mosquitos… sin olvidar los elegantísimos chinos del fondo), sus grupillos de árboles sugiriendo otra forma de oasis entre los inquietantes juegos de pavimentos, escalones y “geografías artificiales” incapaces de invitar a nadie a internarse en aquel Espacio Abierto al Hombre entre rascacielos cruciformes. Era un lugar desértico, de un diseño cuidadísimo y una frialdad desquiciada. De esos que dan ganas de rodar una película de ciencia a ficción o de inmensos robots japoneses. Puro POP, en suma: me encantaba.
Sino, me iba a la otra orilla del rio, fuese la hora que fuese y allí me fumaba un pito mirando la otra orilla mientras pensaba: entonces así es como de este lado nos ven.
Luego simplemente volvía a casa. Media hora me había tomado aquel ejercicio de confirmación, mi rabia contra el mundo no se había apagado pero algo dentro de mi volvía a estar fresco como una lechuga.
Era el juego que llevaba secretamente, como un pájaro escondido el bolsillo.
Gracias, tu.
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