Estaba así, saboreando aún a la señorita Cora mientras dejaba correr mis pensamientos como lagartijas al sol cuando una voz suena por encima de mi cabeza. Virgen santa, exclamo como cualquiera que se creía solo, qué susto me has dado… le digo ya vuelto al profesor de inglés que sube jadeando por el tejado vecino. Al hacerlo, me doy cuenta de que le hablo de usted desde hace dos años, de que, de hecho, nunca hemos hablado realmente. De que hasta hoy solo nos saludamos al vernos pasar… y de que casi siempre que esto sucede me ha pillado leyendo, lo cual supongo que aumenta su timidez y a mi me salva de enfrentarme a la mía.
El profesor se ha puesto de pié, mira a su alrededor haciéndose una visera con la mano sobre la frente. Se ve muy lejos desde aquí.
Es uno de esos personajes delgados y fibrosos, de voz aguda y ronca a la vez, algo femenina, que combinan unas curtidas arrugas y canas muy brillantes con una atmósfera juvenil, que va desde su modo de vida haciéndole fotos a unos tomates para malvivir en un apartamentito en un apartamentito de mierda, hasta su negarse a renunciar a subir por los tejados con un niñato como yo. Así a bote pronto, parece cosa rara decir que es “uno de esos personajes”, pero no, no es la primera vez que lo veo bajo distintas voces y formas… lo se por esta envidia pequeña que me da. Igual no son lo que hoy se llama un triunfador, pero viven como quieren vivir. A esos personajes me refiero.
Se le ve que está sorprendido, ni de lejos había imaginado lo fácil que es llegar hasta aquí, y en realidad probablemente lamenta no haberlo intentado antes, como bien descubriré dentro de unos días, se marcha en pocas semanas de la ciudad. Me ha visto subir aquí tantas veces, y todas del mismo modo, siempre el mismo ritual: saludando tímidamente mientras me asomo a la terraza del vecino para asegurarme que no me ve caminando por sus tejas; Op, barandilla; Op, mutete; Op, me cago en el gili que colocó el alambre para colgar pimientos hace unos cuantos meses y que por poco me corta el cuello, Op, tejado del vecino con cuidado de no romperles las pocas tejas que le quedan; Op…. y cuando alcanzo nuestra azotea vacía, que aparece tan sola ahí arriba, cada vez me parece recién conquistada.
Después de un rato haciendo fotos alrededor con un objetivo por el que me pregunto las cosas tan lejanas que verá, me pregunta qué leo. Todos los fuego el fuego, le contesto… Hablamos de libros, y nos aconsejamos mutuamente. Yo para leer en español, él para que yo lea en inglés. Hablamos de un tal Smith, de Cortázar y de Borges, que el mismo profesor saca con esa inercia con la que se atraen Borges y Cortázar, como si formaran la propiedad conmutativa de una extraña y genial operación. Qué más da encerrarse en las bibliotecas desde las que habla de las terribles calles del mundo, que echarse a la calle para hablar como salvajes ratones de inbfinidad de pequeñas bibliotecas. Aunque a mi me gusta más Cortazar, confieso que hay algo en Borges que me cae bien… Quizá sea algo más denso, como me dijo el profesor, que le costaba trabajo leerlo, pero no se me hace tan meloso. Vaya, que cuando lo leo no me da la impresión de que me quieran seducir. O como diría el señor B, puedo estar alucinando, pero no me siento como una estudiante de filología a punto de mojar las bragas a rayas, hechizada, epatada, cortazarada hasta la rabadilla…. No se… sencillamente, a priori, no me parece que Borges usara nunca la literatura para follar. Aunque esto es solo una suposición: porque no era tonto Borges. Nada tonto.
Por supuesto, todo esto al profesor no se lo cuento, porque son mis paranoias personales y absurdas. Lo único que tengo a mi favor es el modo de escribir de cada uno y el viejo mito ese de que Borges murió virgen. Ahí es nada. Por lo demás no se mucho de la vida de ninguno de los dos.
Hablamos de Joyce y de Antonio Soler, de Gloria Fuertes y de Benedetti, y de lo triste que es T.S. Eliot. Hasta que la conversación llega inevitablemente a nosotros mismos y el profesor resulta no ser profesor sino Paul, el fotógrafo. Mientras nos estrechamos las manos me acuerdo de que fue Nico el que me dijo que era profesor de inglés hace ya tiempo, y ahí dejó al hombre en mi cabeza, convertido en profesor de inglés. Paul me pasa una tarjeta con una dirección güeb -que no voy a linkaros para que no sepáis nuestra dirección- de la página donde cuelga sus trabajos. Hablamos un poco de lo que hacemos. Aunque me interesa, reconozco mi ignorancia del mundillo de la fotografía y me cuesta formular preguntas… a él también le cuesta contestarme español, pero hace el esfuerzo. Además, para mi sorpresa, sabe de lo mío, así que acabamos contemplando la ciudad y aquello da para rato. Hablamos del auditorio Manuel de Falla, y de la caja de La General… No, si como objeto es precioso, el edificio es la puta belleza, matemático, platónico, incluso espiritual si quieres… lo que falla es la función. Joder, incluso lo confesó el arquitecto en su libro todo orgulloso: son las medidas de la catedral, 50 por 50 por 50 o algo así, le cuento: y ya se que las cosas son así, que el dinero mueve el mundo y todo eso , pero creo que si ya das a una caja de ahorros de mierda no ya la misma escala, sino la misma monumentalidad en el paisaje que al templo que iba a ser el panteón de un imperio sin que te de un mínimo de vergüenza, es que algo dentro de ti ya no tiene marcha atrás…
…¿Yo? ateo y tu… Paul me contesta tomándose su tiempo, mirando al horizonte mientras busca las palabras que definan sus creencias. Lo cierto es que hay pocos silencios para dos años enteros de timidez y, al parecer, mutua curiosidad.
Como no tenemos reloj, escalo un poco más y les pregunto a unos vecinos que están en otra terraza a un par de aleros de distancia… “Hola” me dice la chica antes de contestar, lo cual me hace ver que está sorprendida y algo intimidada por mi aparición descamisado y preguntando la hora en cuclillas sobre las tejas del otro lado de su barandilla. Supongo que hasta ahora su atalaya le parecía completamente privada. Me sonrojo, le doy las gracias y me voy sabiéndome observado. La entiendo: A mi me pasó también en su día. Pero lo que yo me encontré fue una vecina tomando el sol desnuda en nuestra azotea. Le pedí permiso y me eché a estudiar, que es lo que había venido a hacer… Me dieron unas ganas horrorosas de desnudarme yo también y posar mi culillo sobre las cálidas losas de la azotea, pero temí incomodarla, así que solo me descamisé. Mientras vuelvo hacia Paul procurando no cargarme ninguna teja y no olvidar que son las sies menos cuarto, me da por pensar que la ley de los tejados es como la de los barcos… mientras no se pase a bordo del otro, puedes pedir la hora, fuego, o incluso un sacacorchos. Todo esto son suposiciones dado que no soy marinero ni creo que lo sea jamás… aunque envidio a los marineros. Claro que no creo que encuentren a sus vecinas desnudas sobre sus propias cubiertas, digo yo, vamos. Pero eso tampoco cambia mucho, después de todo ¿qué es una vecina denuda, al lado la envidia secreta que me dan los marineros?
Es tarde, tengo que marcharme. Al bajar le digo “Hasta otra, estoooo ¿Paul?”… asimismo le recuerdo mi nombre, y desaparezco tejado-del-vecino abajo… op, murete, op, barandilla. Pero un op con minúsculas, con cuidadito… porque llevo mi vaso vacío de un lado a otro en cada paso procurando no mancharme con las tres cucharadas de azúcar derretida por el calor de las losas la azotea, que ahora me parece tan lejana. Tanto como puede ser el lugar desde el que Paul ve la ciudad entera mientras yo me sorprendo en la penumbra al entrar en casa.
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