Una vez pensé, concluí, que cometer un error en la vida no es tan fácil, que el único error verdadero y posible es el que sabes que has cometido cuando te miras al espejo y no te identificas con lo que estás viendo, cuando no reconoces tu vida en la vida del que está al otro lado.
Puedes meterte mil cosas destrozar tu cuerpo. Puedes hacer daño a los demás, al mundo. Puedes tirar por la ventana tus potenciales o usarlos de un modo incomprensible y terrorífico. O puedes abandonarte simplemente, darte a la desidia y a la indolencia… o ser todo creatividad, vitalismo, activismo, consciencia o lucha por la hermosa guerra de la creación (contra nadie y contra nada). Puedes hacer lo que te parece bueno o lo que te parece malo, si: puedes elegir… y mientras te identifiques con lo que has hecho, con lo que estás haciendo, no hay error, por más que los demás hablen: Es tu vida y la reconoces. Has elegido tus pasos y si miras atrás, puedes reconocer como tuyos cada uno de ellos.
Cuando no te identificas con lo que haces, entonces, es la gran cagada. Esta despersonalización es el anuncio devastador de que te has equivocado, de que te has salido de tu trayectoria (no voy a decir camino… porque no, porque no hay camino, porque se trata de un viaje no preestablecido, apenas calculable por la física y solo por la vigente, que si uno piensa en lo rápido que puede cambiar, tampoco es para tanto).
Estamos, muchos de vosotros y yo, en un momento de nuestras vidas en que hemos descubierto el miedo a habernos equivocado (y asombro que produce) o el miedo a equivocarnos (a veces casi paralizador). No, no es la edad, puede verse en las últimas películas de Woody Allen, todas de algún modo hablan sobre el problema elegir y la posibilidad de equivocarse (hacer qué el público diga oh, ah, uh, por ahí no, idiota… mientras el personaje sólo se da cuenta cuando es tarde). Dios me salve de ser tan pijo e infantil como los personajes de las últimas películas Woody Allen, pero la verdad, es que sí: esto de crecer es rock and roll, todavía más confuso que los 18 mismos. Al menos a los 18, entre
entre tantos puñetazos al aire y un poco llorar solo, ves la enorme belleza de tu confusión: al menos a los 18 puedes declamar, con inocente petulancia, el asombro de tu caos.
No se muy bien qué he hecho con mi vida ni por qué (lo segundo ni siquiera quiero contestarlo, no quiero caer en la justificación… buscar otro estúpido culpable). No se muy bien qué podría haber hecho. Y no se muy bien qué puedo hacer, qué voy a hacer, ni qué quiero hacer.
No puedo evitar pensar que parte del problema la tiene el contexto del mundo loco que vivimos, la inestabilidad del entorno del presente, las crisis en los países, en nuestras ciudades, en nuestras casas, la increíble movilidad que proporciona una estrategia que no habíamos contemplado: partir con una maleta a buscar una mejor vida, sin saber muy bien donde ni cuando la encontrarás. Todo esto no está afectando solo al entorno de los jóvenes, como una masa estadística y abstracta, no, sino también, a la vida personal de cada uno de esos tipos que tienen la edad en la que quieres comerte el mundo, está afectando a la escala pequeña en la que se da el proyecto de cada persona, profesional, social, artístico... el escenario en que se desarrollan las amistades, en el que cuaja el amor, las decisiones, a la pareja… todo está revuelto, pendiente sobre de una topografía que no acaba de determinarse. Al menos nos queda la aventura, pero París no: París ha sido arrasado. Decimos esto sonriendo, exhalando una reconfortante calada y sonriendo sobre un puente cualquiera de una ciudad desconocida.
Demasiada consciencia del mundo, demasiado espectáculo de trenes pasando. Los trenes que perdimos y los que no hemos tomado. Y que quizá nunca vuelvan a pasar. El profesor de chavales de 7 a 13 años, de esos que empiezan a ser hombres pero aún se atreven a jugar y a imaginar, sin
esa terrible vergüenza adolescente, de esos que necesitan el apoyo
que muchos necesitamos de esos a los que nadie les ha preguntado si saben lo que es la poesía y la física-, el escritor que escribiría cada día, el músico, el artista que desentraña esa inquietud que nos hace lanzarnos sobre el lienzo, el arquitecto que construye los sueños de la gente (los pequeños, los que de cada día, al margen de aeropuertos, museos y tantas cosas periféricas y sobredimensionadas), el filólogo que investiga la fantástica matemática de la lengua, sus juegos, pasadizos y recovecos, el físico que se asombra del misterioso lenguaje de lo real, su gramática, su sintaxis, sus magnífica teoría y su desconcertante sensualidad, el traductor que aprende a tejer deshilvanando las costuras, el actor que aprende a desvestirse de si mismo, a vestir la desnudez de otros en el propio cuerpo, que sufre y se divierte enormemente, el filósofo que se combina con todos y un poco con nadie a veces, el viajero, el solitario, el compañero, el padre, el perro, el lobo que llevo dentro…
Demasiados pasajeros que hoy no saben si viajan en talgo, en ave o en metro.
Yo por lo pronto tengo una bicicleta y me siento feliz de cruzar la ciudad cada día para venir a sentarme aquí y escribir. Y aunque parezca poco, es tranquilizador, lo sé porque me lo ha dicho, cuando la camarera se ha echado a un lado para buscar un trapo limpio, mi reflejo en la carcasa metálica de una vieja máquina de café.