El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar,
que no
es el mismo que el de las brumas.
Ciertos atardeceres -en el mar, al pie de las
montañas-,
cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña bahía
y,desde las aguas silenciosas, sube entonces una
plenitud angustiada.
Albert Camus. El exilio
de Helena.
Ella coge la taza y la tostada. La uñitas
pintadas de un rojo oscuro. El conjunto de su mano se mueve sobre cada objeto
con esa elegancia en los dedos y destreza que le han dado años de escritura
diaria. Lo observo con la admiración que
me han dado años de quererla mucho, incluso de amarla (en este punto la
destreza de sus dedos es otra y atisba por un momento aquel viejo y tórrido
motivo de nuestra diferencia de edad, aquel erotismo de universitaria). Pero
esto ya pasó: Con un amor fraternal, ya sin ambiciones y sin la estridencia de
aquella carnalidad, le miro las manos mientras empezamos a engullir el desayuno.
Miro las mías también. Por el rabillo del ojo, espío también las de
la camarera que toma nota en la mesa de al lado. Manos –me digo-: manos que tienen también los gorilas
y los chimpancés. Manos que lo mismo pelan manzanas que ajustan las espoletas. Manos
que se protegen en guantes o lucen anillos en forma de
animalillo o de tecla de viejas máquina de escribir, vistiendo con sus
pequeños dioses protectores los mismos dedos que a veces lo buscan a
uno en el frío de la calle, bajo las mesas del Schlawinchen; dedos que
luego desnudos se dejan llevar, tan habilidosos sobre el sexo ajeno como sobre
las pantallas táctiles, los bolígrafos de propaganda y los palillos chinos que
guardamos en los cajones de la cocina…
Llevándome la taza
a los labios, tomo nota mental: vaya
milagro, las manos. Y al dejar la taza
sobre el plato, rompe el silencio un sonido brillante.
Al fondo el mar está de un azul desconcertante. Como el
color de sus uñas, su escorzo de rubia andaluza (rubia sin serlo demasiado,
rubia de trigo después de un día de lluvia), como mi reflejo en sus horribles
gafas de sol y el rojo de tomate de mi tostada, como el murete de piedra que a
unos metros nos separa de la playa y, tras él, el vestido verde de una niña que juega
en la orilla con su padre –recién divorciado, pienso yo, y ni esta sospecha tiene
donde esconderse bajo esta luz-… todo
tiene, a principios de Enero, una nitidez tan violenta como si acabaran de
inventar el tecnicolor.
Me asalta una
enorme añoranza de este clima: Esta sencillez que para mí era una cárcel en una
época existencialista –aquel aquí
estamos tranquilos, aquí no pasa nada, tan trágico y solar-, contrasta con mis
días en Berlín –de lucha y libertad,
aquí si pasa algo y aquí no esta tan claro-. Noto cómo me da por dentro, nítida clara,
avivando los colores y afilando las aristas, la
luz de mi primera identidad. Por un
momento, también me parece increíble cómo cae esta luz sobre el hecho que
hayamos quedado esta mañana para desayunar después de tanto tiempo.
Levántate a las 6:00 para escribir. Sacrifica algo. Me dice de pronto.
Repaso mentalmente
mis últimos escritos como un niño que se rezaga jugando con las brasas con un
palito largo y deleitándose en el debilucho y rojo refulgir. El niño sopla un poco. Amago momentáneo de
llama. Quema sin duda. Todo esto quema un poco. Si te acercas un poco más de la cuenta, notas
que hay calor de trabajo… De ahí, de
este punto, depende que siga siendo el niño del palito o el viento que viene a
quemar los bosques del mundo.
La brisa sopla. Compruebo que mi abrigo sigue a mí lado. Y todo
vuelve a parecer posible.
Renuncia a algo, renuncia a tu puta vida bohemia, renuncia
a salir, renuncia a tus amores, renuncia a algo… por lo
que amas.
La cabeza se me inunda de recuerdos que huelen
a pan recién horneado: mi propia vida, hilándose en el presente, en
otra parte, tan lejos de esta luz. Otros
hornos, otras masas, otras especias, semillas de calabaza, la espuma del café,
ese pequeño y reciente ritual de mimo con motor eléctrico -tengo que hacerme con uno de esos aparatos
antes de que el verano vuelva a refugiárseme entre las sábanas-…
...Y
aunque fuesen apenas las once y media de la mañana, también me viene a la boca,
por un instante, el sabor fresco y denso
de ciertas cerveza con los amigos a la orilla de los canales que cruzan
-que quizá mantienen cosido- ese mismo paisaje del presente… justo antes de morder una tostada de tomate y de aceite de oliva, que queda flotando aún un poco sobre todo esto.
Nos miramos,
sonriendo. No, No se trata de todo eso y
lo sabemos bien. Porque si: porque
nosotros somos los maestros de la renuncia.
Porque nos ha costado tanto aprender a renunciar, que eso nos ha
convertido en maestros.