jueves, 17 de febrero de 2005

Someday somewhere late night

      Si se despierta y me ve así flotando boca abajo, igual se asusta.
      Solo oigo el zumbido grave de la cascada, y de minúsculas piedras al chocar.
      El sonido del mundo amortiguado por todas partes, perdiéndose en el camino hasta quedarse en este ruido grave y constante. Esto debe ser muy parecido a lo que siente un feto en la placenta de su madre.
      En este momento, me doy cuenta de que esta sensación es única, que pertenece a este lugar al margen del tiempo… porque siempre que he hundido la cabeza en el agua, la he sentido igualmente. Solo era yo el que cambiaba.
      Me pregunto si esta sensación no es un nexo, un punto común entre todos los momentos de mi vida que he estado aquí con la cabeza hundida en el agua y los ojos cerrados. Me gusta meter la cabeza y dejarme llevar por este aislamiento. Tal vez, incluso si sacara la cabeza, podría encontrarme al azar en cualquiera de estas noches que he venido desde que descubrí este lugar y decidí hacerlo mío. Con lo que todo lo que yo creyera que ha ocurrido desde el momento en que saque la cabeza hasta hoy, no sería más que un sueño momentáneo de dos años como mucho mecido por el placer, el clima de raíces y de barro en la penumbra.
      Quizá vea a P, alucinando con una escultura de barro con la que nos topamos de bruces cuando amainó el vapor, y yo me puse a gritar con él del susto y de la alegría, de aquella felicidad de aquella noche que por casualidad empezamos y por casualidad terminamos tirados en el barro boca arriba como dos muñecos de papel, hablando de las estrellas que desaparecían una a una y de esas cosas de las que se habla cuando la ciudad queda tan lejos; o a T… mirándome, esperando que la tome o la redima o qué se yo, sin saber que no lo haré porque puedo ser mil veces más cruel… o porque lo se, porque en el sueño no lo hice, porque lo he aprendido así, y aunque fuese mi imaginación, de algún modo despierto ahora más curtido, menos inocente, quizá algo más malo, más miserable tal vez pero más libre también, irremisiblemente libre para romper espirales de fresca perversión, que si bien se ofrecieron con cierto encanto, me están haciendo daño. Quizá bailemos a rastras otra vez mirándonos muy cerca sin tocarnos como bailan los leones antes de atacar o de abandonar para siempre.
      Aunque quizá no haya aprendido nada y aunque toda esta vida que he imaginado me haya enseñado tanto, puede que en pocos segundos no sea muy distinta de los sueños que por las mañanas se me escurren entre los dedos como un puñado de arena.
      Quizá vuelva a dudar…
      Estos dos no son el primer ni el último momento… pero son los que me vienen a la mente porque probablemente podrían representar el tiempo completo. El tiempo que visto así podría no ser más que es la distancia entre felicidades. Por eso nuestra percepción varía tanto aunque los relojes sigan marcando su pequeño e imponente tic tac.
      Se me acaba el aire.
      Si todo fuese así, como el gato de Schrödinger que estaba muerto y vivo a la vez dentro de una caja, en este momento, yo, flotando boca abajo en las mismas aguas, no este viviendo en ninguno de esos días en concreto sino en todos a la vez, en un estado de semiatemporalidad, cuyo equilibrio rompería al sacar la cabeza del agua y obligar al sistema a decidirse por una de las noches en que hundí mi cara y mis oídos de este modo. Quizá bajo el agua está la máquina del tiempo, quizá incluso salga y no reconozca nada porque esté en el futuro y lo que pase será que todo se me ha olvidado.
      Hace una semana que vi El maquinista... y yo también empiezo a parecerme a un personaje de Dostoievskii.
      Me pregunto de verdad quién habrá ahí fuera.

      Me decido. Saco la cabeza deprisa, como si me la sacara una mano invisible. …a veces soy así de teatrero… Ruido blanco de cascada que ahora me llega a través del aire frío, penumbra lunar y vapor, principios de febrero del dos mil cinco

       -¿pero qué coño haces?-

      Conseguí explicar todo esto en pocas frases, pero ya no las recuerdo.


domingo, 6 de febrero de 2005

Ejercicios de estilo



  Hoy he pasado la tarde entre números. Después me he duchado y he decidido que me apetecía cenar con vino. Por que hace frío, y me gusta el vino en mi pequeña casa cuando hace frío. Era tarde. Quedaban 15 minutos para que cerrara el Mercadona… Como hacía frío, he cogido el coche y me he encontrado con que era la fiesta del barrio y había montones de músicos de banda vestidos de uniforme, amigos y familia en la plaza de San Miguel Bajo. En la de San Miguel Alto nunca hay tanta gente, porque está alto, en un promontorio por el que corre una muralla árabe que sube desde el río, por lo que se llamaría Línea de Máxima Pendiente. La iglesia está pegada a la muralla en lo más alto del barrio, es pequeña y estrecha y con un torreón, y desde abajo siempre me ha recordado a la casa de Psicosis. Detrás no hay nada. Me gusta ese lugar porque la muralla tapa todo y te hace sentir separado del mundo.
  Debido a los músicos de banda y al gentío, el microbús del barrio ha estado un rato en la parada de San Miguel Bajo, y luego ha bajado lentamente la cuesta de la Lona porque estaba lleno de gente y el peso lo hacía menos estable de lo acostumbrado.
  Al llegar al Mercadona, había gente saliendo tranquilamente. He intentado deslizarme dentro pero una chica de uniforme me ha dicho que estaba cerrado.
  He vuelto al coche.
  He subido la cuesta de la Alcaba, la de la Lona, en el cruce bajaban algunos músicos riendo y tocando con sus trompetas Los Fabulosos Cadillacs, lo cual me ha hecho sonreír mientras esperaba y alegrarme de haber salido. He encontrado aparcamiento cerca de casa, sorprendiéndome de la gran habilidad que estoy cogiendo en aparcar el coche muy muy pegado a la pared en estas calles tan pequeñas.
  Por el camino a casa he encontrado la tienda de la Calle Bocanegra aún abierta, así que he comprado vino y pan. También he visto una casa donde había una fiesta, cerca de la mía, y he sentido nostalgia por una época en que me hice invitar a un montón de fiestas y siempre andaba conociendo a gente de aquí y de muy lejos. Una época confusa, pero intensa y gratificante. Aunque a veces vacía. Casi todo llegaba de improviso y con la misma facilidad desaparecía, y yo llegué a acostumbrarme a toda esa fugacidad sin que me afectase.
  He cenado viendo El Gigante de hierro… pero un fallo en el reproductor de Windows me ha obligado a dejar de ver la película.
  Nadie sale esta noche. No hay nadie en el Messenger. No he hablado con nadie en todo el día. Exceptuando algunas llamadas de teléfono, la chica del Mercadona, el tendero de la calle Bocanegra, y un señor que había en el corredor de la tienda al que le he dicho, “perdone”, al pasar entre él y los cereales por los que no se decidía.
  Hoy he pensado que la poesía y la ciencia me causan una emoción similar e imponente… que no sería feliz sin la una o sin la otra. Me emocionan las cosas. Por eso no me gusta a veces calcular estructuras, porque se basan en un montón de investigaciones complejísimas que otros han hecho y que han dado lugar a esas fórmulas y métodos que aceptamos simplemente para no perder tiempo en cosas que no nos harán llegar más deprisa a los resultados. Y eso, más que ciencia, es una suerte de fe. Me gusta la física por lo que me acerca al misterio de la materia. Me gusta la materia. Me gusta el mundo. Me emociona el conocimiento y la poesía de las cosas porque ambas me hacen sentir fuerzas que de otro modo permanecerían ocultas. La fe no. La fe me espanta casi tanto como el nacionalismo.
  Me gusta cuando los números que manejo son algo que no desconozco, cuando se los por qués y veo la armonía, por eso me gusta cuando llego al final y distribuyo cortantes y torsiones entre pilares de un edificio. Porque comprendo los cortantes, las torsiones y se lo que está ocurriendo. Y puedo considerar de nuevo el problema como algo mío y no dirigido por los que escriben las normas. Por eso, a veces solo por entretenerme leo un poco un libro que tengo sobre la base teórica de la norma EA-95 y el Eurocódigo 3. Hasta que surge una ecuación cuyo origen no entiendo y entonces dejo de leer. Para seguir los pasos sin entender ya está la norma.
  Al final, me he puesto un disco de Mogwai y me he echado a leer el libro que Mamá me regaló por navidad que se llama: El curioso incidente del perro a media noche de Mark Haddon. Mogwai me gusta para leer porque nadie canta, porque cuando escucho canciones tiendo a distraerme en la voz. Mogwai me gusta también porque es una música ambiental pero emotiva, y un poco monótona y reiterativa, lo cual da la sensación de un crescendo pero que no crece, como si abrieses un grifo y al principio solo hubiese un chorrito, pero al rato, sin haber agrandado el chorrito, la música llenara toda la habitación como si estuviese leyendo en una bañera (esto no es una metáfora, es un símil).
  Mientras leía el libro, el disco ha cambiado y ahora suena Jessie Norman, con quien empecé el día. Solo es una voz de soprano y un piano, pero no es lo mismo, porque la voz está mucho más del lado del instrumento musical que en una canción de Ben Harper, por ejemplo. Además es uno de los discos que más me gustan, siempre está en la recámara. La historia de cómo llegó a mis manos es curiosa, pero ya lo contaré otro día quizá.
  Acabo de terminar el libro de Mark Haddon. Y he llorado. También, sin dejar de leer he hecho lo que siempre hago, inevitablemente, cada vez que termino un libro, esto es leer varias veces el último párrafo antes del cerrarlo. Desde que leí Platero y yo con diecisiete años, nunca imaginé que el siguiente libro que me hiciese llorar de este modo fuese precisamente un libro que se jacta de no contener ni una sola metáfora… excepto las que usa para explicar lo que es una metáfora y por qué no hay metáforas en este libro.

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