jueves, 31 de octubre de 2013

Elena (viaje al final del mediodía)


Elena parecía haber bajado a la tierra en la nave espacial de una película de los 50’, de esas que pillaron a Speelberg de pequeñito y en las que - como él mismo decía -  por primera vez los protagonistas empezaron a ser los niños. Parecía que hubiese salido tímidamente de detrás de la pierna del un inmenso robot venido de otro mundo y se hubiese escapado corriendo hacia los arbustos cuando nadie la veía, ni los militares que apuntaban al robot - toma actitud, la de los 50’ ante los visitantes - , ni los diplomáticos que cruzaban los dedos acojonados, ni los bomberos, ni los policías ninguneados, ni la gente de los cafés que habrían salido a ver aquello o los curiosos que se amontonaban alrededor, con algún pero inquieto y un gato que huye dejando caer el cubo de basura, ni siquiera la gente que veía la película sentaba en las butacas del cine viendo la película de donde Elena se escapaba la vió, ni por supuesto, ni los que hoy día nos repanchingamos en el sillón a ver estas películas en esas-noches-en-las-que-ves-películas-que-no-puedes-ver-con-tu-novia, habríamos visto a Elena escapar. A pesar de todo Elena era un personaje simplemente que se podía buscar en esas películas. Elena parecía haber bajado al mundo con un mensaje escrito en su consciencia de juventud interestelar, hecho un verdadero rompecabezas entre sus cuadernos de poemas y sus libros de ciencia, su manera de sonreír y su irreverente proactividad. Pensaba en todo esto mirando sus ojos enormes y estilizados, como los de la esfinge de una mujer joven esculpida por una cultura muy vieja de la que ya no sabremos nada, mientras ella me contaba cómo era posar 4 horas desnuda y sin moverse en un taller de bellas artes.  

Aquella noche amanecimos volviendo juntos en la misma bicicleta.  Al pasar por los baños del Carmen la acera se estrechaba y yo pedaleaba con cuidado. A nuestra derecha, 4 metros más abajo, el mar se arrebujaba mansamente contra las rocas, a la izquierda, yacía la vieja carreterita de la playa, desierta y tranquila, descarada como brazo que muestra sus cicatrices. De vez en cuando algún coche pasaba con esa libertad que se dan los coches para correr que da la calle al final de la noche, de la que todos hemos disfrutado, escuchando música a todo trapo.  Las manos de Elena se agarraban a mi cintura y sus pies flotaban a cada lado de la bicicleta. Sus chanclas se balanceaban como sarcillos en el aire y toda mi trayectoria se basaba en procurar que no asomaran demasiado sobre la carretera, que no chocaran contra las farolas, ni rozaran con la piedra áspera del malecón. También procuraba, no sé cómo, que Elena nos se soltara de mi cintura.

Delante de nosotros el cielo se teñía de un azul cada vez más claro. La luz venía a buscarnos por encima de la arboleda y de las columnas dóricas derruidas del antiguo balneario del Carmen.  Detrás de nosotros, ya de lejos, la noche parecía aún agarrada a la silueta de la ciudad como un niño que se niega a dejar de jugar con los insectos hasta el último momento. La ciudad, vuelta del revés, movía sus patitas invisibles al cielo, emanando esa luz amarillenta del fondo de las calles, su aliento de tabaco, jazmines y aftersun.

Elena me hablaba a voces. Gritaba con fuerza para sacarse de la boca el mismo aire que a mí me siseaba en las orejas y me hacía escucharla como si estuviese muy muy lejos, en vez de sentada en el asiento de la bici en la que yo pedaleaba de pié. En los semáforos - que aún bombeaban el tráfico como corazones infatigables en el camino desierto -, nos deteníamos un momento y entonces se oían entonces nuestras voces violentamente nítidas y cercanas, como si todo el universo alrededor se hubiese quedado sordo de pronto.

Elena me contaba, así como quien no quiere la cosa, que a veces lo veía todo como una mierda y se sentía presa de una enorme tristeza que la tenía encerrada en sí misma durante días…  Entonces, pedaleando, pendiente de la acera, de los árboles entre la carretera y el mar,  pensé que podría soportar esa tristeza suya, que no me importaría asistirla en el cautiverio de todas sus idioteces, que no me asustaría pringarme con la chalaura de su infierno cotidiano. Y no solo pensé en que podría sino que en verdad deseé hacerlo.  Porque si, porque para mí aquello que ella veía como el infierno imposible de compartir, no era sino la oportunidad, el privilegio de ampliar irresponsablemente el tiempo de estar a su lado. Mi tiempo que apenas habían empezado hacía horas en la mesa de una cervecería, y que avanzaban con nosotros al cálido ritmo con que el mundo rueda bajo las bicicletas, los semáforos laten en la madrugada y el mar rompe mansamente contra los espigones.

El agua estaba fría y relucía como plata fundida bajo un cielo que cada segundo parecía a punto de llenarse de luz. Ella, que había aceptado el reto de bañarse, se apretaba las tetas de frío mientras yo sentía cómo la polla se me retraía sobre sí como un cangrejo ermitaño en su concha. Tiritábamos, pero no nos atrevíamos a abrazarnos, ni siquiera a acercarnos demasiado el uno al otro. Nuestras voces se extendían por la superficie del mar y se perdían en la arena de la playa. Al sumergirnos, el agua hacía un sonido brillante, claro y pequeño como el de las cucharitas del café. Nadamos, hicimos aspavientos de frio, buceamos cada uno por su lado, emergimos y flotamos un rato en silencio. Un silencio consciente y compartido. Luego nos secamos con mi camisa y nos sentamos desnudos, codo a codo, satisfechos de haber superado con valentía el primero de una serie de retos que nos llevaría hasta el medio día: las reglas que iríamos rompiendo, las cerraduras que irían saltando una a una para llegar el uno al otro… soltando los broches del feo vestido que conforman los bares, la gente, la música y el humo que nos salía y nos entraba en la boca mientras nos habíamos conocido, el teatro de la curiosidad y el desdén, y esa estúpida necesidad de autoprotegerse…   Ese vestido, tan imaginario como pesado, que a mediodía Elena tuvo que ponerse de nuevo, prenda a prenda, para poder volver a su mundo sin que nadie le preguntara.

Collage: Golfo. Robot portada de "The day the Earth stood still", "Ultimatum a la Tierra", Robert Wise. 1951 
Busto de la reina egipcia Nefertiti, Neues Museum, Berlín
Fondo: proa de jábega en playas de Málaga (www.malagaenverde.blogspot.com)

miércoles, 23 de octubre de 2013

Más sobre las fronteras




Las ciudades fronterizas son lugares donde al borde de una línea se desordena el mundo, lugares en que la realidad se dibuja y se desdibuja continuamente: en ellas se acumula aquello que los países rechazan y aquello que atraen hacia sí. La fronteras son lugares de espera eterna y de fuga eterna, de intercambio y de encuentro, y a la vez de separación y rechazo, lugares llenos de historias y objetos que no saben de qué línea estar, objetos extraños, inútiles y encantadores como una cafetera derretida, como una tira de fotos de otro verano, osos de peluche perdidos, historias que no saben donde inscribirse, la de los amantes, la de los que se quieren, la de los que no se quieren nada y la de los que se quieren mucho y se desean y la de los que se asoman con vértigo al poder perderlo todo. Las identidades al borde de las fronteras se hacen reales y confusas, de llenan de contrastes y de preguntas, de ese no-se-qué-que-qué-se-yo que es al final lo que hace persona a las personas, batiéndose entre temor e ilusión, entre las ansias de volar por encima de las fronteras y el miedo al mundo que espera más allá de la verja. Es duro coexistir en las fronteras. Te puede convertir en pura tolerancia y te puede convertir en un tio bastante hijo de puta.  Mucho más de lo que creyó el niño que llevas dentro y que te ve cuando te miras en el espejo, con los ojos de quien mira a través de la verja de los días.

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