sábado, 28 de marzo de 2009

Karmafónicas (I)

        Tengo varios amigos que han trabajado de teleoperador.
        Uno tenía que contestar al teléfono, del plus, creo. Un día de pedí que me dijera lo que tenía que contestar al coger el teléfono, que lo reprodujera tal y como lo hacía, como si yo fuera un cliente que acabara de llamar. Cuando terminó su magnífica frase, que parecía dicha por una reproducción audio preinstalada en su laringe, le pregunté por qué todos los operadores ponían esa misma voz al contestar. “Cuando tengas que repetir la misma frase 300 veces en un solo día ya me dices tu si no se te pone esta misma voz de gilipollas”, me dijo con su voz normal, la suya propia, cálida, grave en general y salpicada de pequeños gallos producidos por el enorme entusiasmo que tiene mi amigo por la vida.
        Tengo otro que lo tenía peor: tenía que llamar él y ofrecer flamantes tarjetas de crédito. Me contaba lo triste que era cuando uno cogía el teléfono para decirle que no y él tenía que insistir un par de veces y despedirse amablemente por cuatrigésima vez en el día. A veces le colgaban directamente cuando empiezan a hablar, otras al él mismo le daba lástima escuchar al pobre incauto deshaciéndose en disculpas por no comprar un producto que él mismo no compraría ni harto de vino.
        Un día le contaba a mi amigo la venganza surrealista que me tomé con una chica que me había partido el corazón. La chica venía a recoger sus cosas y yo no quería verme en una situación tópicamente dramática y dolorosa, así que me entretuve un poco y, cuando llegó, se encontró que tenía que buscarlas por los tejados de las casas del barrio, trepando y corriendo de un alero al otro y llamándome joputa mientras yo, acostumbrado más que ella a correr entre las tejas, la perseguía acribillándola con un par de enormes pistolas de agua. Creo que es una de las formas más hermosas que he tenido en mi vida de darle esquinazo a la tristeza.
        A una escala menor, a mi amigo, el de las tarjetas de crédito, eso le recordó algo, un consejo, una propuesta: me dijo que la próxima vez que recibiese una de esas tristes llamadas en las que no tienes nada que decir ni nada que aceptar, antes que colgar como uno más de la lista mecánica de los números del mundo, hiciese alguna gilipollez, algo divertido, algo inesperado y luminoso…. Pues no te puedes imaginar, me dijo, lo que puede significar ese instante en medio de la oscura, monótona y alienante jornada laboral de un teleoperador, confinado quizá en el sótano de algún parque tecnológico.
        Mi amigo es un cristo.

sábado, 14 de marzo de 2009

Cancha

        Estoy leyendo echado bajo un árbol del jardín del club de paddle, uno de esos clubes sociales moribundos, a los que apenas les queda más que el paddle para sobrevivir. Aquí he visto mil bodas, algunos bautizos, incluso mi propia comunión -cuyo recuerdo más profundo y amado es el Spectrum que pude comprarme con las 20.000 pelillas que alguien me regaló. Puede que la comunión no me acercara a Cristo, pero si a esa máquina, bendita y transitoria, de la que algunos de los que me leéis habéis oído hablar.-
        Curiosamente, hoy he llegado hasta aquí. El por qué no es interesante. Los del trabajo han organizado un campeonato de paddle y unos cuantos, que no íbamos a jugar, hemos venido a ver porque parecía divertido. para descubrir que en verdad no lo es, y hasta el punto no lo es que los he dejado ahí y me venido a echarme bajo este árbol a leer. Pero estar aquí es cuanto menos una sensación curiosa.
        Hace sol y cuando miro por encima de las tapias de este jardín que insiste sobre sus ruinas en ser un lugar feliz, me gusta la luz que cae sobre las casas del monte: chalets de un barrio residencial de esos que odio, pero que bajo esta luz solo parecen el soporte de una tarde límpida, los granos de la pantalla donde se proyecta la luz de este instante de espacio perfecto.
        Por encima de mi libro, aparecen dos niños. Están vestidos de futbol y se acompañan con una pelota a pequeñas patadas. No se deciden en donde jugar. No hay cancha, ni siquiera hay espacio. Pero eso da igual. Esta pequeña cancha de 5 metros entre mi árbol y el bode de una piscina de agua verde. Cuando eres pequeño siempre hay sitio. Yo he visto jugar a mis amigos vestidos de futbol en las canchas más imposibles. Bastaban 2 anoraks para acotar la portería y que yo me fuera a jugar a otra parte o me subiese a casa, mortalmente aburrido. Pero el recuerdo es siempre más dulce y casi me dan ganas de darles mi propia camisa para hacer un poste.
        En un momento dado, uno de los niños da un pequeño salto hacia atrás, colocándose detrás de la pelota, y mientras lo hace estira los brazos hacia arriba y hace un ruido con la boca: un ruido perfecto y emocionante de cuerpo que se eleva en el aire dando una voltereta para atrás mientras el público lo aclama... Cae justo detrás de la pelota que tenía atrás, flexionando un poco las piernas y mirando al infinito.
        Entonces calla de golpe y se yergue.
        El estadio enmudece cuando me mira un instante.
        Lo he visto y lo sabe.
        El estadio, cuyas voces salían todas del fondo de su garganta, se desvanece definitivamente en el aire del club y sus piscinas vacías. Se avergüenza, y no tanto de haber usado la imaginación, sino de que yo le haya visto. Su no-voltereta: magnífica, de las mejores que no volveré a ver en mi vida, prendida de pronto por el enemigo, expuesta probablemente a ser sometida a sus reglas de adulto. Las mismas, por cierto, que producen película en que los árboles andan y los países que necesitan idiomas y fronteras.
        Le entiendo, a mi también me pasaba, de hecho, me pasa aún... Y no se qué haría si alguien me viese haciendo mis volteretas. No se qué harían si alguno de los que están allí viendo el paddle me pillara tocando mi fender jazzmaster de aire y cantando a gritos surrados para un público enardecido, desplegándome y replegándome sobre mi mismo convertido en un transformer o cualquier otro magnífico organismo cybernético -movimientos que acompaño con un montón de ruidos con la boca- o embistiendo a mi intimidad, bien cogida por la cintura, mientras le come el coño a una amiga sentada sobre la encimera... en esos 3 infinitos y valiosos minutos de imaginación liberada frente al espejo del baño de la oficina.
        Mi cancha si que es pequeña.

viernes, 13 de marzo de 2009

Una vez que me rendí

A veces, aporreando la guitarra, en medio de mi swing destartalado, me ocurre algo curioso:

Flop.

Se me cae la pua dentro del instrumento. Así, de pronto, desaparece de mis manos que tropiezan con las cuerdas enredadas en un bramidus imterruptus... Y solo cuando cesa el ruido de la canción y la escucho caer en algún lugar de la caja me doy cuenta de lo que está pasando.

Me cago en...

Normalmente acabo la canción sin ella. Ya se sabe. The show must go on.

Luego le doy la vuelta a la guitarra y comienzo a agitar en todas direcciones, según escuche que va hacia un lado o hacia el otro con su tintineo sordo de plástico. Sal de ahí, saaaaaaal. Procuro acercarla al agujero pero no es fácil. A veces cae. Siempre acaba por caer.
Hoy se me ha vuelto a escurrir la pua dentro de la guitarra. Y, harto de escucharla ir de un lado a otro agitando el instrumento como una gran maraca, he decidido ir a buscarla yo mismo, aflojando mucho las cuerdas y metiendo la mano dentro.
Hoy en algún rincón de la madera sin barnizar, no encontré una pua… sino dos. Tendríais que ver mi cara.
De la otra sabe ya dios cuando me olvidé.

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