Tengo varios amigos que han trabajado de teleoperador.
Uno tenía que contestar al teléfono, del plus, creo. Un día de pedí que me dijera lo que tenía que contestar al coger el teléfono, que lo reprodujera tal y como lo hacía, como si yo fuera un cliente que acabara de llamar. Cuando terminó su magnífica frase, que parecía dicha por una reproducción audio preinstalada en su laringe, le pregunté por qué todos los operadores ponían esa misma voz al contestar. “Cuando tengas que repetir la misma frase 300 veces en un solo día ya me dices tu si no se te pone esta misma voz de gilipollas”, me dijo con su voz normal, la suya propia, cálida, grave en general y salpicada de pequeños gallos producidos por el enorme entusiasmo que tiene mi amigo por la vida.
Tengo otro que lo tenía peor: tenía que llamar él y ofrecer flamantes tarjetas de crédito. Me contaba lo triste que era cuando uno cogía el teléfono para decirle que no y él tenía que insistir un par de veces y despedirse amablemente por cuatrigésima vez en el día. A veces le colgaban directamente cuando empiezan a hablar, otras al él mismo le daba lástima escuchar al pobre incauto deshaciéndose en disculpas por no comprar un producto que él mismo no compraría ni harto de vino.
Un día le contaba a mi amigo la venganza surrealista que me tomé con una chica que me había partido el corazón. La chica venía a recoger sus cosas y yo no quería verme en una situación tópicamente dramática y dolorosa, así que me entretuve un poco y, cuando llegó, se encontró que tenía que buscarlas por los tejados de las casas del barrio, trepando y corriendo de un alero al otro y llamándome joputa mientras yo, acostumbrado más que ella a correr entre las tejas, la perseguía acribillándola con un par de enormes pistolas de agua. Creo que es una de las formas más hermosas que he tenido en mi vida de darle esquinazo a la tristeza.
A una escala menor, a mi amigo, el de las tarjetas de crédito, eso le recordó algo, un consejo, una propuesta: me dijo que la próxima vez que recibiese una de esas tristes llamadas en las que no tienes nada que decir ni nada que aceptar, antes que colgar como uno más de la lista mecánica de los números del mundo, hiciese alguna gilipollez, algo divertido, algo inesperado y luminoso…. Pues no te puedes imaginar, me dijo, lo que puede significar ese instante en medio de la oscura, monótona y alienante jornada laboral de un teleoperador, confinado quizá en el sótano de algún parque tecnológico.
Mi amigo es un cristo.
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