sábado, 14 de marzo de 2009

Cancha

        Estoy leyendo echado bajo un árbol del jardín del club de paddle, uno de esos clubes sociales moribundos, a los que apenas les queda más que el paddle para sobrevivir. Aquí he visto mil bodas, algunos bautizos, incluso mi propia comunión -cuyo recuerdo más profundo y amado es el Spectrum que pude comprarme con las 20.000 pelillas que alguien me regaló. Puede que la comunión no me acercara a Cristo, pero si a esa máquina, bendita y transitoria, de la que algunos de los que me leéis habéis oído hablar.-
        Curiosamente, hoy he llegado hasta aquí. El por qué no es interesante. Los del trabajo han organizado un campeonato de paddle y unos cuantos, que no íbamos a jugar, hemos venido a ver porque parecía divertido. para descubrir que en verdad no lo es, y hasta el punto no lo es que los he dejado ahí y me venido a echarme bajo este árbol a leer. Pero estar aquí es cuanto menos una sensación curiosa.
        Hace sol y cuando miro por encima de las tapias de este jardín que insiste sobre sus ruinas en ser un lugar feliz, me gusta la luz que cae sobre las casas del monte: chalets de un barrio residencial de esos que odio, pero que bajo esta luz solo parecen el soporte de una tarde límpida, los granos de la pantalla donde se proyecta la luz de este instante de espacio perfecto.
        Por encima de mi libro, aparecen dos niños. Están vestidos de futbol y se acompañan con una pelota a pequeñas patadas. No se deciden en donde jugar. No hay cancha, ni siquiera hay espacio. Pero eso da igual. Esta pequeña cancha de 5 metros entre mi árbol y el bode de una piscina de agua verde. Cuando eres pequeño siempre hay sitio. Yo he visto jugar a mis amigos vestidos de futbol en las canchas más imposibles. Bastaban 2 anoraks para acotar la portería y que yo me fuera a jugar a otra parte o me subiese a casa, mortalmente aburrido. Pero el recuerdo es siempre más dulce y casi me dan ganas de darles mi propia camisa para hacer un poste.
        En un momento dado, uno de los niños da un pequeño salto hacia atrás, colocándose detrás de la pelota, y mientras lo hace estira los brazos hacia arriba y hace un ruido con la boca: un ruido perfecto y emocionante de cuerpo que se eleva en el aire dando una voltereta para atrás mientras el público lo aclama... Cae justo detrás de la pelota que tenía atrás, flexionando un poco las piernas y mirando al infinito.
        Entonces calla de golpe y se yergue.
        El estadio enmudece cuando me mira un instante.
        Lo he visto y lo sabe.
        El estadio, cuyas voces salían todas del fondo de su garganta, se desvanece definitivamente en el aire del club y sus piscinas vacías. Se avergüenza, y no tanto de haber usado la imaginación, sino de que yo le haya visto. Su no-voltereta: magnífica, de las mejores que no volveré a ver en mi vida, prendida de pronto por el enemigo, expuesta probablemente a ser sometida a sus reglas de adulto. Las mismas, por cierto, que producen película en que los árboles andan y los países que necesitan idiomas y fronteras.
        Le entiendo, a mi también me pasaba, de hecho, me pasa aún... Y no se qué haría si alguien me viese haciendo mis volteretas. No se qué harían si alguno de los que están allí viendo el paddle me pillara tocando mi fender jazzmaster de aire y cantando a gritos surrados para un público enardecido, desplegándome y replegándome sobre mi mismo convertido en un transformer o cualquier otro magnífico organismo cybernético -movimientos que acompaño con un montón de ruidos con la boca- o embistiendo a mi intimidad, bien cogida por la cintura, mientras le come el coño a una amiga sentada sobre la encimera... en esos 3 infinitos y valiosos minutos de imaginación liberada frente al espejo del baño de la oficina.
        Mi cancha si que es pequeña.

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