miércoles, 25 de diciembre de 2013

IIIIIIIVVVIVIIVIIIIX...   X



Hoy hace 10 años que escribo en este blog. 

...

jueves, 31 de octubre de 2013

Elena (viaje al final del mediodía)


Elena parecía haber bajado a la tierra en la nave espacial de una película de los 50’, de esas que pillaron a Speelberg de pequeñito y en las que - como él mismo decía -  por primera vez los protagonistas empezaron a ser los niños. Parecía que hubiese salido tímidamente de detrás de la pierna del un inmenso robot venido de otro mundo y se hubiese escapado corriendo hacia los arbustos cuando nadie la veía, ni los militares que apuntaban al robot - toma actitud, la de los 50’ ante los visitantes - , ni los diplomáticos que cruzaban los dedos acojonados, ni los bomberos, ni los policías ninguneados, ni la gente de los cafés que habrían salido a ver aquello o los curiosos que se amontonaban alrededor, con algún pero inquieto y un gato que huye dejando caer el cubo de basura, ni siquiera la gente que veía la película sentaba en las butacas del cine viendo la película de donde Elena se escapaba la vió, ni por supuesto, ni los que hoy día nos repanchingamos en el sillón a ver estas películas en esas-noches-en-las-que-ves-películas-que-no-puedes-ver-con-tu-novia, habríamos visto a Elena escapar. A pesar de todo Elena era un personaje simplemente que se podía buscar en esas películas. Elena parecía haber bajado al mundo con un mensaje escrito en su consciencia de juventud interestelar, hecho un verdadero rompecabezas entre sus cuadernos de poemas y sus libros de ciencia, su manera de sonreír y su irreverente proactividad. Pensaba en todo esto mirando sus ojos enormes y estilizados, como los de la esfinge de una mujer joven esculpida por una cultura muy vieja de la que ya no sabremos nada, mientras ella me contaba cómo era posar 4 horas desnuda y sin moverse en un taller de bellas artes.  

Aquella noche amanecimos volviendo juntos en la misma bicicleta.  Al pasar por los baños del Carmen la acera se estrechaba y yo pedaleaba con cuidado. A nuestra derecha, 4 metros más abajo, el mar se arrebujaba mansamente contra las rocas, a la izquierda, yacía la vieja carreterita de la playa, desierta y tranquila, descarada como brazo que muestra sus cicatrices. De vez en cuando algún coche pasaba con esa libertad que se dan los coches para correr que da la calle al final de la noche, de la que todos hemos disfrutado, escuchando música a todo trapo.  Las manos de Elena se agarraban a mi cintura y sus pies flotaban a cada lado de la bicicleta. Sus chanclas se balanceaban como sarcillos en el aire y toda mi trayectoria se basaba en procurar que no asomaran demasiado sobre la carretera, que no chocaran contra las farolas, ni rozaran con la piedra áspera del malecón. También procuraba, no sé cómo, que Elena nos se soltara de mi cintura.

Delante de nosotros el cielo se teñía de un azul cada vez más claro. La luz venía a buscarnos por encima de la arboleda y de las columnas dóricas derruidas del antiguo balneario del Carmen.  Detrás de nosotros, ya de lejos, la noche parecía aún agarrada a la silueta de la ciudad como un niño que se niega a dejar de jugar con los insectos hasta el último momento. La ciudad, vuelta del revés, movía sus patitas invisibles al cielo, emanando esa luz amarillenta del fondo de las calles, su aliento de tabaco, jazmines y aftersun.

Elena me hablaba a voces. Gritaba con fuerza para sacarse de la boca el mismo aire que a mí me siseaba en las orejas y me hacía escucharla como si estuviese muy muy lejos, en vez de sentada en el asiento de la bici en la que yo pedaleaba de pié. En los semáforos - que aún bombeaban el tráfico como corazones infatigables en el camino desierto -, nos deteníamos un momento y entonces se oían entonces nuestras voces violentamente nítidas y cercanas, como si todo el universo alrededor se hubiese quedado sordo de pronto.

Elena me contaba, así como quien no quiere la cosa, que a veces lo veía todo como una mierda y se sentía presa de una enorme tristeza que la tenía encerrada en sí misma durante días…  Entonces, pedaleando, pendiente de la acera, de los árboles entre la carretera y el mar,  pensé que podría soportar esa tristeza suya, que no me importaría asistirla en el cautiverio de todas sus idioteces, que no me asustaría pringarme con la chalaura de su infierno cotidiano. Y no solo pensé en que podría sino que en verdad deseé hacerlo.  Porque si, porque para mí aquello que ella veía como el infierno imposible de compartir, no era sino la oportunidad, el privilegio de ampliar irresponsablemente el tiempo de estar a su lado. Mi tiempo que apenas habían empezado hacía horas en la mesa de una cervecería, y que avanzaban con nosotros al cálido ritmo con que el mundo rueda bajo las bicicletas, los semáforos laten en la madrugada y el mar rompe mansamente contra los espigones.

El agua estaba fría y relucía como plata fundida bajo un cielo que cada segundo parecía a punto de llenarse de luz. Ella, que había aceptado el reto de bañarse, se apretaba las tetas de frío mientras yo sentía cómo la polla se me retraía sobre sí como un cangrejo ermitaño en su concha. Tiritábamos, pero no nos atrevíamos a abrazarnos, ni siquiera a acercarnos demasiado el uno al otro. Nuestras voces se extendían por la superficie del mar y se perdían en la arena de la playa. Al sumergirnos, el agua hacía un sonido brillante, claro y pequeño como el de las cucharitas del café. Nadamos, hicimos aspavientos de frio, buceamos cada uno por su lado, emergimos y flotamos un rato en silencio. Un silencio consciente y compartido. Luego nos secamos con mi camisa y nos sentamos desnudos, codo a codo, satisfechos de haber superado con valentía el primero de una serie de retos que nos llevaría hasta el medio día: las reglas que iríamos rompiendo, las cerraduras que irían saltando una a una para llegar el uno al otro… soltando los broches del feo vestido que conforman los bares, la gente, la música y el humo que nos salía y nos entraba en la boca mientras nos habíamos conocido, el teatro de la curiosidad y el desdén, y esa estúpida necesidad de autoprotegerse…   Ese vestido, tan imaginario como pesado, que a mediodía Elena tuvo que ponerse de nuevo, prenda a prenda, para poder volver a su mundo sin que nadie le preguntara.

Collage: Golfo. Robot portada de "The day the Earth stood still", "Ultimatum a la Tierra", Robert Wise. 1951 
Busto de la reina egipcia Nefertiti, Neues Museum, Berlín
Fondo: proa de jábega en playas de Málaga (www.malagaenverde.blogspot.com)

miércoles, 23 de octubre de 2013

Más sobre las fronteras




Las ciudades fronterizas son lugares donde al borde de una línea se desordena el mundo, lugares en que la realidad se dibuja y se desdibuja continuamente: en ellas se acumula aquello que los países rechazan y aquello que atraen hacia sí. La fronteras son lugares de espera eterna y de fuga eterna, de intercambio y de encuentro, y a la vez de separación y rechazo, lugares llenos de historias y objetos que no saben de qué línea estar, objetos extraños, inútiles y encantadores como una cafetera derretida, como una tira de fotos de otro verano, osos de peluche perdidos, historias que no saben donde inscribirse, la de los amantes, la de los que se quieren, la de los que no se quieren nada y la de los que se quieren mucho y se desean y la de los que se asoman con vértigo al poder perderlo todo. Las identidades al borde de las fronteras se hacen reales y confusas, de llenan de contrastes y de preguntas, de ese no-se-qué-que-qué-se-yo que es al final lo que hace persona a las personas, batiéndose entre temor e ilusión, entre las ansias de volar por encima de las fronteras y el miedo al mundo que espera más allá de la verja. Es duro coexistir en las fronteras. Te puede convertir en pura tolerancia y te puede convertir en un tio bastante hijo de puta.  Mucho más de lo que creyó el niño que llevas dentro y que te ve cuando te miras en el espejo, con los ojos de quien mira a través de la verja de los días.

viernes, 27 de septiembre de 2013

El amor y el conocimiento



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jueves, 29 de agosto de 2013

Ratpack Side Story

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Allí seguimos escribiendo como siempre, con amor incondicional a los detalles y a la palabra escrita.

Hasta pronto, 
Golfo y Javier en Oficina de Latentes.









martes, 25 de junio de 2013

El Silencio

Mi abuela, a la que ya conocéis por la descripción que con todo mi amor y toda la crudeza que pude hice de su agonía, estudió canto, aunque nunca ejerció. Primero porque vino una guerra y trajo un montón de complicaciones, peregrinajes huidas, exilios. Después por la entrega a su matrimonio, el advenimiento de sus 7 hijos y todo el follón que vino después y del que yo soy parte. 

Sin embargo, su amor por la música la acompañó siempre, y no solo eso, sino que de algún modo, la llevó a desarrollar una enorme curiosidad por las matemáticas que -le encantaba decir- subyacen en la música. Alardeaba con facilidad de esa curiosidad. De hecho, lo hacía en voz alta cada vez que podía,  especialmente cuando alguno de nosotros había traído a su novia. Levantaba los dedos y dibujaba con ellos un arco en el aire, uniéndolos en la cúspide -en la clave-. A mi me fastidiaba un montón pero me llenaba de secretamente de orgullo y en verdad me resultaba divertido que mi abuela intentara impresionar a nuestras chicas de esa manera. Mi abuela quería sentirse declaradamente renacentista gracias a esa curiosidad que por lo demás solo saciaba por las conversaciones que tenía con sus nietos, al menos con los que la habíamos heredado. Aquello le permitió poder hablar siempre de algo nuevo, de algo por descubrir. La curiosidad fue para mi el secreto de su juventud hasta el último momento. Luego se hizo vieja de pronto, no tuvo más fuerzas para ser curiosa y la muerte se la vino a llevar. Mi abuela es el primer muerto que vi en mi vida. Estaba bellísima y parecía llena de paz. Digo parecía porque no quise olvidar que mi abuela estaba muerta. Que aquel era un cuerpo sin alma, pero el cuerpo, eso si de una persona amada. Su silencio llenaba todo, tanto quizá, que yo mismo me descargué en un chorreón de lágrimas tan denso, repentino, constante y también tan breve como el agua de una esponja que se acaba de estrujar. 

Aparte de esta experiencia final, de mi abuela no heredé nada concreto, excepto su curiosidad y este artículo del periódico que recortó para mí y que me dio una de esas tardes de conversaciones que pasó conmigo antes de morir. Este texto, más allá de la música, me ha ayudado a comprender muchas cosas en la vida, desde mi percepción del espacio y mi manera de trabajar con él, hasta mi relación con las personas. Su último silencio fue el preámbulo magnífico del tener que ejercer a solas esta convicción. Mi abuela sabia lo que no está escrito.

Para leer, por favor, pinchen aquí

jueves, 13 de junio de 2013

Infiltraciones Dharma (III). De libros y juguetes



         Me encantan los juguetes. Puede sonar encantador, pero no se dejen engañar, de hecho, lo mío con los juguetes pertenece a esa clase de cosas por las que tu pareja se enamora un poco más y que son las mismas por las que un día puede acabar odiándote –un poco más-.  A ver cuando creces.  
          Pero, honestamente, ¿Qué tiene que ver esto con crecer?
        No puedo evitarlo. Me gustan los juguetes, me gusta la emoción que producen en la mente del que juega. Me gusta el ejercicio de imaginación liberada que les da sentido y por un instante hasta algo de vida. Son hermosos y algunos de ellos tienen una inmensa capacidad de enseñanza y experiencia. Sin contar con la pequeña poética de sus mecanismos, entre la perogrullada y el automatismo. El juguete tiene una misión, una vocación parecida a la de un perro que crece con un niño. Incluso cuando el juguete queda destrozado por el juego, no deja de enseñar algo de la magia electromecánica de sus tripas, del mismo modo en que el perro o un hámster cuando se hacen viejos o mueren por la razón que sea, ofrecen al niño las primeras experiencias con la muerte.   
       Esa emoción que aún encuentro en los juguetes es su capacidad como lenguaje, en todas sus consecuencias: lo que representan.  Aunque la emoción del juguete al crecer se disipe finalmente, desplazada por otras ideas del juego
           A veces tomo por un instante, por ejemplo, un avión de Robotech que había encontrado  un día, en el rastro,  entre un teléfono viejo y un kit de estropajos, y que me vendieron por dos euros (la misma pieza, en e-bay, la venden por cien eurazos). Entonces agarro el avión lo hago volar un segundo sobre el respaldo del sofá, lo transformo en el aire haciendo ruidos con la boca –la belleza de los aviones de Robotech radica en que se transforman en robots–. Luego lo devuelvo a su lugar en la estantería, donde su imagen –de robot o de avión- se congela de nuevo y el juguete queda reducido a una mera escultura sentimental, un documento sobre la historia de la infancia ochentera y la ciencia ficción, un ente en que la vida –el juego que le da vida- solo es algo latente donde confluyen miles de ideas a la vez: las de los adultos que lo diseñaron, las de los niños que confirmaron el acierto y la enorme belleza del invento, que yo intento contemplar fascinado desde la perspectiva de los dos. 
          Hoy día, más que jugando con ellos, disfruto viendo los juguetes y analizando lo que quieren decir, lo que podrían decir, lo que van a enseñar, la pequeña poética de sus mecanismos físicos, sensoriales, sociales.
          También lo que no deben enseñar, la deseducación que da forma a muchos juguetes proyectando en el jugador prejuicios que limitarán su libertad, que lo “educarán”, dibujando sutilmente el corralito en el que siempre estarán dominados. 
       Hoy me han regalado libros. Yo los he recibido en las manos con una emoción que me costaba entender pero que se parecía mucho a la emoción de recibir un juguete: la proximidad de la aventura, del encuentro, del advenimiento de un tiempo nuevo y sencillo, pequeño, pero fructuoso y siempre algo incierto. 
         En mi mente he querido comparar todo esto con una emoción conocida. He pensado en la creatividad, en la interacción con el mundo, en el lenguaje, en el sexo;  en la extraña emoción que me invade por las mañanas y que es como unas ganas enormes de jugar, de lanzarme a escribir, de entregarme a un juego de inteligencia –me gusta trabajar por las mañanas-, quizá traídas con la resaca desde las discusiones prolongadas dulcemente en la puerta de un bar donde ya está amaneciendo, con esa lucidez de las deshoras que llenan las despedidas andaluzas de anécdotas y anotaciones sobre las que nunca escribiremos, pero sobre las que me prometo escribir, recibidas como un juguete; con suerte, el juego que me deja por fin en la orilla de una cálida noche contigo, la tensión fresca de tus músculos cuando te desperezas mientras hago el desayuno, el mundo que se transforma bajo la luz, como el avión de Robotech, para que el juego continúe.
          Pero no, por más que comparaba: tampoco era eso.
       No ha sido sino al verme en el DVD a mí mismo en un día de reyes cuando lo he comprendido. Hoy he recibido libros como recibí en su día un tren eléctrico, como más tarde recibiría otros juguetes inolvidables una motoreta roja con un casco blanco por el que en el barrio me llamaron, durante un tiempo, la hormiga atómica, Tente, mucho Tente, juegos de química y enjambres de tornillos.
      Hoy he recibido libros, llenos de pensamiento, de descubrimiento, mecanismos en sus entresijos y sus posibilidades, y ahí los llevo ahora a casa en el maletero del coche... haciendo el mismo ruido sordo que hacían en mi alma los juguetes cuando me los llevaba por fin, camino del vasto y humilde imperio de mi habitación. 


miércoles, 29 de mayo de 2013

Filtraciones Dharma (II). Del DVD al Super 8, el Valle Inquietante.


Por fin alguien se ha dignado, que diría mi madre. Llevábamos años diciendo que había que pasar a DVD todas las películas de Super 8 que hay guardadas en alguna parte de la casa, en ese lugar misterioso de la casa que se ha mencionado tantas veces y que uno llega a preguntarse si existe realmente o es en verdad una leyenda, como “la barriga del buey, donde no llueve ni nieva”, una especie de rincón en la memoria de la familia en el que aguardan todas las cosas que ya no necesitamos pero que no puedes dejar de recordar porque un día, algún día...
               
Después de años hablando de esas cintas, ahí estaban, bajo la luz de esta misma mañana: el pasado en DVD. Mi madre entró por la puerta, sacó algo de una bolsa, puso los DVDs en la mesa donde mi padre y yo tomábamos un aperitivo (cerveza y patatas casa paco) y la emoción nos recorrió a todos por el cuerpo. Era mediodía, con las ollas burbujeando y la mesa a medio poner, no hemos podido esperar para empezar a verlas.

He visto muchas imágenes de mí de pequeño, desde bebé hasta cuando salí del instituto –que es cuando yo siento que dejé de ser pequeño-, pero eran fotografías, jamás me había visto como un bebé en movimiento. El movimiento incorpora una expresividad que no pueden llevarse las fotos –a veces hasta la belleza misma queda en el movimiento que la fotografía no puede atrapar-. En este caso no era la belleza, era lo mucho que me costaba reconocerme, escamoteado a la memoria que no lo puede asir, en el bicho que se escapa vestido con mi cuerpo, el cuerpo de las fotos de mí.  Secretamente, me invadía una tímida, vergonzosa, sensación de rechazo hacia el bebé que se suponía que yo había sido, lleno de movimientos torpes y adorables con los que estrenaba mi cuerpo.  

En ciertas situaciones difíciles de sobre llevar, uno tiende a buscar algo en su memoria, alguna teoría, una historia, un algo que pueda explicar lo que le está pasando, o al menos, domesticar el tonto vértigo que le sobrecoge. Yo en aquel momento pensé que eso es lo que debían de haber sentido la gente que participó en los experimentos que hicieron para investigar el valle inquietante. ¿Y qué es el valle inquietante?, me habrían preguntado mis padres… de haber sabido lo que estaba pensando.

Se conoce como “Valle Inquietante” el efecto por el cual la curva que relaciona el parecido entre un robot y un humano (el antropomorfismo del robot) con la empatía que un ser humano siente por él, curva en un principio ascendente, cae violentamente cuando el ser humano empieza a tener dificultades para distinguirlo y lo rechaza, presa de una gran inquietud, del vértigo de la identidad usurpada, quizá del terror... en todo caso de algo que gravita entre el miedo a que le tomen a uno el pelo y la usurpación de la identidad de lo humano. Hay también quien lo ha explicado a través del reconocimiento de la muerte, de lo insano, de lo inerte en un semejante.

Conforme el androide es más y más parecido al ser humano, la curva vuelve a estabilizarse y a ascender de nuevo, constante e indefinidamente, dejando al observador, lleno de seguridad y empatía en el otro lado del valle.

Supongo que es el punto en que ya no podemos distinguirlo a simple vista. Nos hemos tragado 100 veces esta historia –y los problemas sociales que conlleva- en películas como Blade Runner o Alien, donde cada equipo contaba siempre con un androide que nadie recordaba que era Androide hasta que el alienígena lo partía en dos o intentaba inocularlo y en lugar de sangre todo se llenaba de una gelatina blanca. El androide siempre seguía hablando, sin sufrir, sin preocuparse por nada que no fueran los demás...  Aquello era una firma de autor.
               
Como observación curiosa, se dice que en Japón el efecto o la profundidad del “valle inquietante” es menor.  Por un lado porque los robots tienen mayor aceptación por influencia del sintoísmo –que contempla que también las cosas tienen alma- y, por otro lado, y de un modo más complejo, por la capacidad y el desparpajo japonés de integrar en su literatura fantástica la alta tecnología y las mitologías tradicionales. Después de años de manga y anime, cualquiera se puede imaginar sin aspavientos un dios japonés mitad samurái y mitad amalgama cibernética. Pero siendo francos…  a ver quién se imagina un Cristo con aposiciones cibernéticas y dos pistolas.

Si, como lo están leyendo: viendo los vídeos familiares de cuando era un bebé, pensé en robots, en Japón,  en divas indies de un romance inchableen Cristo Samurai y en Blade Runner.  

Pero yo no soy japonés y nadie me había puesto delante del nuestras cintas, de nuestra vida de principio de los ochenta rescatada del superocho, vuelta al presente después de décadas, sin avisos ni tramitaciones.  Pensé en el insolente espectro del tiempo. Y con cierto sentimiento de venganza hacia la vida y hacia el niño en el que no me reconocía pero que tenía todas –todas- las papeletas para ser yo, pensé en la vida, tan hermosa, tan terrible...  tan incierta.  En el fondo –me he dije recordando todo lo que  ha venido después-…  no sabe lo que se le viene encima. Danza pequeño. Corre de un lado a otro. Te vas a enterar. 

Aquella tarde de vídeo llegamos a reconocernos. Fue en el capítulo del tren eléctrico. ¿Por qué entonces? Pues porque los dos recordamos ese tren, los dos sabíamos donde estaba el botón que lo activaba (una plaquita metálica que se deslizaba de un lado a otro como una lengua de cobre que asomaba para burlarse del mundo bajo las ventanas frontales de un talgo azul). Los dos ascendimos por la ladera, dejando abajo el valle inquietante, lleno de niebla existencial y de temores latentes, en el instante mismo en que esos dedos del vídeo fueron de nuevo mis dedos y el tren azul se puso a dar vueltas sobre toscas vías dispuestas con ayuda de mi padre en el suelo del salón.



jueves, 16 de mayo de 2013

Tirar las llaves al pozo


        Aún llevo el llavero que me regalaste. Cada vez que busco las llaves en el bolsillo, lo toco como se toca el fondo de un pozo: cuando saco las manos de su interior, puedo oler en mis dedos la tierra húmeda y fría de tu recuerdo en el aire del verano, como podía oler el aliento cálido de tu sexo en aquellos días de nieve. Este olvidarme de ti que no es olvido: las interminables mañanas contigo, aún frescas y frías, cristalinas e inocuas como el agua de un pozo que hubiese en algún rincón de mi jardín, bien tapado, no vaya a caerse en él el niño que llevo dentro.

Foto: "Wytrzymaj jeszcze dzień" (danza contemporánea). En pié, la bailarina Magdalena Bartczak, en el suelo el bailarín Maciej Piotr Beczek.

martes, 30 de abril de 2013

Filtraciones Dharma (I)




     
                Creo que fue el sexto día. Yo me encontraba meditando en algún punto de las 12 horas de meditación diaria que formaban parte de la férrea agenda, idéntica cada día, de aquella escuela de meditación, y que junto al voto de silencio, castidad y a una dieta vegetariana hasta entonces desconocida para mi, ya producían sus efectos.  Quieran que no, empezaba a asimilar las primeras verdades de la realidad cercana: la incómoda postura, que me era ya tan dolorosa como inofensiva -mi columna vertebral como un tronco seco de dolor flotando en el inmenso vacío que se abría con mis párpados cerrados-, la revolución interior en forma de miles de voces y visiones con las que mi mente me bombardeaba, negándose a renunciar al terrible ruido de fondo en el que vivimos empeñados en que eso somos; una montaña de la chatarra mental que esa misma mente me arrojaba, como una amante despechada que te tira los platos a la cabeza en una vieja película italiana: todo lo que encontrara en los recovecos de mi bagaje mental, mi historia, mis deseos, mis miedos…  lo que fuera con tal de reivindicar su derecho a la miseria que nos rodea como una madeja y que adquiere su sentido a través de nosotros mismos como un laberinto de condiciones. Me encontraba con la espalda muy dolorida, contemplando todo lo que añoraba en aquel encierro y que había sido, hasta hoy, el origen de la felicidad y la infelicidad, inaccesible ahora por mis votos y mi promesas de no huir, y saboreando también la sospecha de esta libertad. Aprendía pues a no reaccionar, mesuraba la construcción de un nuevo modelo de rebeldía. Una rebeldía sin rabia ni sin sufrimiento.
                Y entonces me aparecí. Me vi a mi mismo de niño, de pié apenas a un metro delante de mi.  Tenía unos 7 años y vestía aquel chandal del colegio, que yo me solía imaginar como el uniforme de la élite guerrera, exploradora y sofisticada de una fantasía de ciencia ficción con la que pasaba mis días en el colegio, más crueles a veces que si hubiese estado realmente en un cuartel perdido en el espacio. Cuando veía a otros niños con el chándal, eran parte de mi armada; cuando veía a las chicas, me preguntaba si exploraría con ellas el mundo; el mismo mundo que intentaba comprender y en el que intentaba poner en orden, o al menos algo de paz, hasta hoy mismo, veinticinco años después, marchándome estudiar 8 horas al dia de meditación, sacrificando un verano -el único verano que se da cada año- y abandonando a todas mis compañeras a la suerte de explorar solas el mundo a la luz de Agosto. Era verano y a veces me preguntaba qué hacía allí. Quizá él también. Me miraba con la cabeza un poco gacha y ese aire inexpresivo y a la vez interrogante, atento y ausente aunque-no-tanto-si-uno-se-fija, y precisamente por eso a veces tan inquietante, que tienen los niños. Supongo que, viéndose de pronto ante el futuro -que era mi presente-, aceptaba su propio desconcierto, como otra de las muchas cosas ante las que tuvo que verse de pronto y aceptar sin ruido, como se aceptan las cosas en el principio de la vida, -pequeñas interrogantes que flotaban como restos del naufragio necesario y repetitivo de la inocencia-.  Yo le observaba también sin decirle nada, lo dejaba estar como dejaba también estar el inmenso dolor de mi espalda y los demás dolores que mi corazón me traía a flote ahora que por fin lo escuchaba a través del turbio fluido del mundo. Lo observé, en suma, sin reaccionar, como habría observado a un mosquito que en aquel momento de se me hubiese posada en el párpado izquierdo.
                Pero antes de considerarlo igual que al mosquito, que a mi espalda y que al constructo doloroso, brillante y pasajero, que era mi propia vida contemplada sin limitaciones de tiempo ni espacio, le dediqué un pequeño instante. Sentía que le debía una explicación, así que me robé un momento en la agenda de la ecuanimidad para decirle que si él y yo estábamos ahora aquí, si estaba haciendo lo que estaba haciendo, era también por él; porque a él no podía traicionarlo. Porque si lo traicionaba a él, sería mi propio fin. El fin del hombre que había decidido ser cuando era un hombre pequeño: el fin de lo que de mi él albergaba, de lo que de mí se prometió. Él ya lo sabía aunque no se fuera a acordar jamás de aquel encuentro y ni siquiera supiese a ciencia cierta si me reconocía o se reconocía a sí mismo en mí. No por nada, sino porque la verdad es que yo no me acuerdo de haberme visto de mayor cuando era pequeño y menos meditando de rodillas bajo un techo de vigas de madera.
                No sé cuánto tiempo estuvo allí, en pié delante de mí, mirando mis ojos cerrados cara a cara, tan bajito como era a los 7 años, con ese chándal rojo tan feo, la cara churretosa y el pelo despeinado, pero necesité un tiempo para tratar con ecuanimidad la emoción de aquel encuentro. De hecho, todavía no se si aquello me ayudó a alcanzar esa ecuanimidad o me alejó un poco de ella, tiñendo de tonta épica y mística visual la pureza aquellos días.


Foto:  Danny LLoyd en "El resplandor", de Standley Kubrick.

miércoles, 24 de abril de 2013

Especies de siesta


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Allí nos vemos.



sábado, 6 de abril de 2013

El amor en la nevera

Este es otro momento para guardar en el congelador.
-A. Menta. Verano de 2008.


      Ah, si si si, recuerdo el siseo de las sábanas cuando se deslizaba desnuda en mi cama. Dios, qué tormento tener el recuerdo ahí, todo dulce y siempre ahí, como un plátano demasiado maduro en el fondo de frigorífico.
      Entenderán esta metáfora los individuos perezosos o despistados que a veces se dejan demasiado tiempo las cosas en el frigorífico
                      y todas las noches se las encuentran al abrirlo
                                                                    y todas las noches se dicen:
                                                                                          “¡Ay va!...  Mañana lo tiraré.”




viernes, 15 de marzo de 2013

Lilolilalulá. La risa salvaje del sexo libre

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jueves, 28 de febrero de 2013

De virajes inesperados y pequeños aeropuertos



Es mediodía. Los pájaros forman una densa bandada que se desplaza por el cielo encapotado y cambia de dirección constantemente. En la cadencia de cada viraje, los pájaros se acercan unos a otros: la nube de partículas que forman se hace de pronto más densa y oscura en el cielo gris del mediodía, justo antes de volver a expandirse y cruzar el cielo en otra dirección.  
Cuando pasan sobre nosotros, se puede ver a forma de los pájaros recortada contra el fondo blanco y uniforme de este fía. Se ven las alas, delineadas en la luz, ese batir lento, decidido y misterioso de los pájaros. Antes de que a alguno se le ocurra cambiar de dirección y todos se giren otra vez para seguirlo, con esa torpeza que revela la bandada en el vacío. 
Puedo pasarme horas mirando estos pájaros, al swing de esa voluntad invisible, caprichosa y colectiva, que guía a los pájaros en un va y ven alrededor de la torre del pequeño aeropuerto de Tegel.  Del mismo modo en que puedo pasarme horas mirando el fuego o las olas del mar.
En el suelo yacen, en forma de 4 maletas, los últimos cuatro meses de André, en los que yo solo aparezco en las tres últimas semanas para compartir unas cervezas y no pocas conversaciones sobre la vida,  sobre la muerte, y sobre todo sobre unas cuantas chicas de las que ambos hablamos con una mezcla de   alegre desparpajo y tranquila devoción. Los cuatro meses que André metió en cuatro maletas y que yo le he ayudado a traer desde casa, parloteando alegremente mientras tratábamos de que no molestaran a los pasajeros a lo largo de 20 estaciones de metro y un paseo en autobús. Cuatro mese que luego hemos estado empujando con los pies mientras avanzaba perezosamente la cola del check-in. La cola habitual de un escenario stardard de despedida: señales, insignias de lineas aéreas y servicios, invitaciones a viajes que no podemos permitirnos, el bullicio constante de los que se marchan en oleadas: esa moderna atmósfera de eficiencia y melancolía. Tres de estas maletas se las han llevado en una cinta transportadora. La otra se ha quedado con nosotros. Le hemos hecho, mal que bien, un hueco debajo de la mesa de un Burger King. Cuando comes sano cada día, no está nada pegarse un festincito de comida basura, me ha dicho André. Yo le he sonreído mientras me apoderaba de una de esas olorosas hamburguesas en la que se te hunden los dedos al comer.
Finalmente hemos salido fuera a echar un pitillo y a seguir mirando a los pájaros perseguir ese algo invisible que se les escabulle en el aire una y otra vez. Estos pájaros me hacen pensar en la vida que hemos compartido aquí. Hemos sido dos mas entre tanta gente que viene a esta ciudad buscando algo sin saber muy bien qué, dejándose inspirar, experimentando nuevas direcciones y descartando caminos. Un va y ven que a veces nos dejan también muy cerca a los unos de los otros y para luego, cuando las cosas van de prisa, alejarnos y dispersarnos de nuevo, disolviendo la nube de un instante en el vacío de un tiempo cualquiera, en unas calles cualquiera, con unas personas de las que antes no sabías nada, pero que han cuajado una realidad de tu cotidiano: Aquellos meses de Kreuzkölln. 
Hoy André y yo estamos en un viraje antes de cambiar de dirección e iniciar otro capítulo del futuro, de los muchos de los que por ahora solo hemos perfilado climas, proyectos y próximas aventuras con esas chicas, esa alegre y desdeñosa veneración con sabor a cerveza y olor a Kneipe que ha sido el tiempo común antes de alejarnos definitivamente por dios sabe cuánto tiempo. En el viraje hay algo suspenso. Mientras la nube se contrae, respiro algo cálido y cercano en el silencio.
André es el primero que ha visto los pájaros y el que ha propuesto volver aquí fuera para mirarlos. Entonces, revelando sus intenciones inocentes pero no menos ocultas, ha sacado una gran cámara de la bolsa. Ahora, con la máquina en la cara y un ojo guiñado -inconsciente de que yo le observo-, sigue la a bandada de un lado a otro con el objetivo. El cielo está tan gris y tan terriblemente uniforme, como si hubiese sido borrado y quedara la superficie de un papel donde alguien tuviera que pintar un cielo, o una rana, o la carta de ajuste de un viejo canal de televisión.  La bandada de pájaros en el video solo será una nube de partículas suspendida en la nada de un reseteo: Se la verá hincharse, se la verá deshincharse, latir sin una cadencia concreta, se la verá cambiar de forma u orientación, pero en ese fondo sin profundidad, y por tanto sin referencias, el desplazamiento no se percibirá. Solo cuando por azar la bandada descienda y de pronto, en un plano lejano, aparezca la torre del aeropuerto, o en un plano repentinamente cercano, el borde de la marquesina que nos protege de la lluvia amenazante y quizá yo mismo debajo de ella, mi cara de perfil mirando los pájaros, inmerso en un montón pensamientos que André, sin saberlo, se va a llevar escondidos en la película. 
En este punto me es imposible no girarme y mirar a la cámara por un segundo. Me he arrepentido un poco de hacerlo. Habría sido muy bonito dejar al espectador a margen, relegar la cámara en esa existencia invisible y omnipotente que tienen las cámaras las películas. Seguro que este incidente tiene un nombre técnico. Acepto que me lo he cargado, que he interrumpido la película y mis pensamientos para mirar un segundo el enorme ojo del objetivo que oculta el ojo por el que mi amigo me mira, normalmente, a mi, a la banda de jammsession del Sandman, el gol de la tele con el volumen bajado o a una chica que pasa, y que quizá lo mire a él, a la mañana siguiente, mientras hacen el desayuno. Un ojo sencillo y noble que guiña fácilmente con las bromas.
Al volvernos al cielo, nos abstraemos de nuevo. El tren de mis pensamientos vuelve a arrancar. Repaso el día que empezó en verdad el martes pasado, cuando André me preguntó si podría ayudarle con las maletas. Pero si esta vez me entrego a mis pensamientos, ahora lo hago con sincera voluntad de que se queden en la película, que se vayan con él a su país y floten invisibles detrás de cada visionado. Ha sido un día magnífico, pienso, con enorme intención de pensarlo. Ha sido uno de esos días que te ves en el lio de tener que resolver cosas una detrás de otra, con gente a la que amas y que te hace feliz, dejándose llevar juntos por el sencillo swing del presente, la desconcertante y apacible completitud del tiempo que se revela cuando no te da tiempo a pensar ni a dudar. Ha sido un día magnífico, pienso con sincera voluntad de ser un hombre que piensa que ha sido un día magnífico. 
A mi derecha, Andrés se gira con la cámara. A mi izquierda, la bandada de pájaros se oculta por un momento tras una arboleda lejana.
(...esto...  Ha sido un día magnífico...)
(...esto...  Te voy a echar de menos, Loco.)
Los pájaros deben estar a punto de aparecer de nuevo por encima de la arboleda.
(...esto... ¡Tetas y culos!)

lunes, 18 de febrero de 2013

Amor y Revolución. Semántica lineal y geometría

Este post ha sido trasladado al mi nuevo blog:

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miércoles, 6 de febrero de 2013

Kundera Kenzaburo Swing




Es precioso estar leyendo a la vez dos libros tan dispares como un ensayo de Kundera y una novela de Kenzaburo Oé …  Y que de pronto Kundera vaya y mencione tu libro de Kenzaburo.
¿Cuántas veces se refiere la literatura europea a la novela japonesa contemporánea?  Desde luego, no muy a menudo. Últimamente un poco más, con Murakami, pero Murakami es muy occidental y aunque tiene un estilo precioso, como dice Kittywoomi experta personal en literatura japonesa, después de 4 libros tienes la impresión de haber leído mil veces el mismísimo párrafo en que el personaje describe cómo abre la nevera y come cualquier cosa, porque si, porque Murakami es un autor acogido por la cultura indie española y, como todo lo que esta agarra, tiene a quedar formateado como una etiqueta de consumible de calidad -la cultura indie es en su mayoría burguesía intelectual bien formada- pero reiterativa.
 Más allá de todo esto…   ¿Cuántas posibilidades hay además de que de que en libro mencione a otro libro de un continente a otro, de una cultura a otra, del extremo al otro de oriente? Por cierto, desde los países centro europa, sobre los que se deslizó la frontera del este tras la guerra mundial, hasta el extremo oriental, Japón, el lejano país que había perdido esa misma guerra.
Si, es preciosa la coincidencia, es precioso como me hace sonreírme íntimamente, a solas en el café donde vengo a trabajar, leer y escribir, y a encontrar de pronto algo cosido con mi presente. Es precioso sentir como si estuviésemos bajo un esquema mágico e invisible, un tejido invisible que trasciende, un mensaje, un plan…   o, simplemente, una especie de show de Truman metafísico. Es decir: El mundo, algo en el mundo, quiere vernos y nos pone un escenario.  Y por ello hay que entregarse a la magia y correr la aventura que nos toca.
El otro día me preguntaba mi amigo Quico por qué nos gusta tanto cuando nos sentimos parte de un relato.  Hablábamos de Roma. Él ama Roma y yo le pedí que me contara por qué.  Después de decirme un montón de cosas que ya sabemos, especifiqué…  ¿Qué le gustaba tanto a él de ella?.  Él lo pensó unos segundos, durante los que yo me imaginé en tonos de código fuente, las miles de referencias y entresijos de esa inteligencia a la que tanto cariño tengo y que tanto me divierte, concienzuda, iconoclasta, humilde y devastadora, podía esperar cualquier cosa… pero no mi amigo simplemente ordenó sus sentimientos y los sintetizó en una sola frase: Roma le hacía sentirse parte de un relato. Yo recordé cómo Berlín me hace sentir exactamente eso: parte de un relato –más bien una película-, que además sucede en el inquietante y excitante escenario de la historia reciente, la que he vivido, la que ha marcado el cine y el arte que plasma el mundo que conozco. Pero no dije nada. No podía hablar de Berlin:  Los dos amamos Berlín. Los dos lo compartimos cada día. Estábamos en un precioso Kneipe berlinés de Ohlauerstrasse, uno de esos barecitos sumidos en esa atmósfera inconfundible que dan las velitas y lámparas con densas pantallas amarillas, chorreando su cálida luz en paredes desgastadas y enormes flores radiantes de fresca melancolía…  de fondo sonaba un tecno suave y decadente; los muebles, todos recuperados de anticuarios de los años 50. Disfrutábamos de una buena cerveza juntos, una tarde cualquiera, en esta ciudad que ha sido el marco de la nueva amistad: el mundo que estamos creando juntos desde hace apenas un año.
No, no podía hablar de Berlín: Hablábamos de Roma y él.  No se trataba de hablar de lo que los dos amábamos sino de lo que cada uno amaba y por ello de la condición que lo hace único: una historia entre mil, la historia propia.
A mi me pasa con el jazz. Confieso que no sé mucho de jazz, le dije, pero me hace sentir parte de un relato.
Como Roma, aquello era muy estético, escenográfico. Los dos nos concentrábamos en la estética de esos relatos. Otros se meten en historias para sentirse parte del relato. Acción o paisaje. Situacionismo o novela psicológica. Lo curioso es que nuestras vidas se trazaban más como una novela psicológica.
Fue entonces cuando mi amigo me preguntó entonces por qué se siente uno tan bien cuando siente que forma parte de un relato.
Cuando uno se siente parte de un relato, se siente parte de algo memorable, algo transmisible, algo que tiene el suficiente valor como para ponerse en una narración y trasmitirlo a otro, al futuro, a territorios más allá de si mismo. Lo que nos hace felices al sentirnos parte de un relato, es la sensación de permanencia, a lo durable, a un oasis de pequeña trascendencia  en la nada cotidiana –la belleza, la memoria-, una parte de la poca herencia que nos toca de la eternidad.
Adoro el jazz. Cuando suena jazz, la música me ayuda a encarar mis acciones como parte de un relato. Me hace ver, de algún modo, el valor que deben tener si hubiese una permanencia, me hacen valorar la vida que dejaré flotando en la nada de lo ocurrido después de morir. Me hace sentir parte de un relato, de algo transmisible, algo que podría entregarse a otro y que es otro podría valorar.
Dicho en términos burocráticos: es un aval, la certificación de un tercero, ajeno a nosotros y a la nada contratante.
Es precioso estar leyendo libros tan dispares como un ensayo de Milan Kundera y una novela de Kenzaburo Oé –no puedo leer dos novelas a la vez, tiendo a ser fiel a una sola historia y mil pensamientos-. Y es precioso que de pronto Kundera mencione a Kenzaburo.  Da la sensación de ser parte de un relato, la topografía de una aventura secreta, las reglas de un juego escritas en algún sitio, una narración que te acoge, una sombra de permanencia en el anodino abrasador del día a día, para volcarla este pequeño momento en que abro el ordenador y empiezo escribir con un instinto sobre mi tiempo alegre y devorador.

miércoles, 30 de enero de 2013

Identidad en la periferia de un almuerzo de Diciembre



S. sentado en el sillón me habla de la habilidad para llevar un curriculum a ciertas situaciones que...  , apenas más allá, apoyado en el marco de la puerta que da a la terraza, F fuma con medio cuerpo en el exterior. El medio cuerpo que fuma. 
Fuera, cuatro pisos más abajo y hasta el horizonte, se ve un día lleno del alegre sol del invierno andaluz, que lo baña todo y todo lo define, como unste d modo de dibujar, un estilo, un algo reconocible, una autoría de la realidad. Podrían ser el trazo de los Simpson, Ghost in the Shell, Mickey Mouse...  pero es este día de Diciembre.  
                El paisaje no es lo más deseable del mundo:  Feos edificios de nuevas periferias residenciales, con esa voluntad de producir un habitat de calidad, con bellos jardines comunitarios con piscina…    en un barrio que no existe. Lo que vemos es el tiempo detenido al borde de una ciudad que a falta de financiación ya no puede crecer y que ha suspendido todos sus planes y el hormigueo absorto de sus primeros habitantes.
Las aceras, nuevas y radiantes, se extienden y cierran en el silencio del mediodía los enormes solares que se han quedado sin construir, hoy invadidos por el verde burlón de arbustos y malas hierbas, un verde muy verde, de ese verde que explota después de las inundaciones del mes anterior como evidenciando todas las lecciones de Naturaleza del colegio (si llueve todo se pone verde, si el tiempo se para, la naturaleza no esperará a tomar lo que es suyo).  Por las aceras, cuyas  farolas no iluminan a ningún vecino que vaya a su casa, pues no hay casa alguna y en cuyos sus bancos no se sentarán los hijos de los vecinos a meterles mano a las hijas de sus vecinos, pasa cada día, según me cuenta F, un cabrero con sus cabras. Unas doscientas. A veces pasa  un coche solitario, algún chalado perdido.
                Al fondo, la autovía, separando la ciudad de nueva periferia de la ciudad de periferias viejas, es decir:  de un laberinto polvoriento de polígonos industriales, naves, granjas abandonadas, fabricas sin chimenea  con su poca enjundia de fábricas sin chimenea –que antaño hablaban de una grandeza industrial-, gasolineras y enormes bidones con forma de teta mirando al cielo…    Y por encima de la autovía y de todos esos tristes tejados de chapa -bajo los que máquinas y hombres acaban a esta hora su jornada- muy al fondo, se ve por fin el mar. Hoy de un azul neto.   
Y este paisaje el que me reconforta por un momento, después de mucho tiempo, bañado de una luz de invierno, una luz que es intensa en nuestra tierra y que me calienta la cara mientras S. me habla de sus desventuradas búsquedas de trabajo y F. apaga su cigarro a toda prisa porque se están quemando las pizzas en la cocina.

domingo, 20 de enero de 2013

Los tigres en la nieve (Regreso)


Al salir del avión, desde el desembarco de la escalera, la pista se ve solitaria, solo un avión, justo en frente, mirandome con su mirada de avión. En los bordes de la pista,  se asoma apelotonada una multitud de arboles, silenciosa y expectante. Es una estampa bonita, una reflexión sobre los límites del vacío, lo tumultuoso y lo solitario. 
A pesar de ser de día, al pié de los árboles la nieve se ve perderse en la oscuridad del bosque. No hay montañas. No hay más horizonte que las copas de los árboles, los edificios y los puentes de la autovía cercana, que se elevan un momento y bajan otra vez con suavidad. 


Es increíble como contrasta la topografía inmaterial de Berlin: tanta cultura, tanta historia, tanto arte, tanto ruido, tanta poesía, tanta sociabilidad, tanta locura, la Sodoma y la Gomorra que habíamos soñado y que hacemos realidad un montón de personas cada día…   con la aburridísima topografía del territorio que la rodea: Plana.  Berlín es una isla al borde de su rio. Un acontecimiento en distintos planos del vacío. Me siento aislado por sus periférias, pero lo llevo bien, tan grande es este amor. 
Al salir de la terminal pasaba el mediodía.  El azul de la noche -ya próxima, pero aún ausente-, comienza a apoderarse de todo tímida, sutilmente. El día se deja hacer.  En esta luz hay el punto inquietante y amable de una coquetería: El twirlight, me digo en bajito mientras arrastro la maleta hasta la terminal de tren. Mi voz me sorprende. El twirlight. Repito.
Pero hay algo más en el aire, del mismo modo en que recién llegado a Andalucía los colores me parecían tan intensos, intensis hasta lo irreal –tanto llegué incluso a hacerle una foto a la calle donde en verdad he vivido desde hace muchos años-, encuentro  ahora –y reconozco como a un viejo amigo- el mundo de Berlín bañado en ese vaho eléctrico azul que da el reflejo de la nieve.  
Asimismo, del mismo modo que la claridad y la nitidez de las costas mediterráneas inspira un el sentimiento “trágico y solar” –el la verdad ineludible de existir-, la nieve trae consigo una calmachicha luminosa, una belleza realista e inquietante digna de los más lentos y terribles cuentos japoneses.  Pienso esto porque mientras volaba he estado leyendo, entre otras cosas (lujos del libro electrónico), un montón de cuentos de Yasunari Kawabata y algunas de sus notas sobre su novela País de Nieve…   con lo que ahora estos paisajes conectan dulcemente con mi estado de ánimo interior, mecido al swing intimista del cuento japonés que impregna mi espíritu viajero. …aunque sea un viajero que regresa.
No llamo aún a nadie. Acostumbrado a viajar solo, he desarrollado una curiosa complicidad con mi voz interior…  que me va soplando todas estas palabras: Decido prolongar esta sensación un poco más.
Y es que en verdad hay tanta gente a la que llamar y echaba tanto de menos todo esto, tanto, tanto que en vez de lanzarme al remolino de los reencuentros me dejo envolver sin prisa en esta tarde de invierno que volverá a ser mi cotidiano a partir de hoy, Camino del apartamento, me dejo llevar por las aceras a través de una noche fría y recién estrenada, arropado, como un niño rescatado de las aguas, por el rugido la urbe y sus engranajes, motores, pisadas, voces, sirenas, alguna música lejana y el cercano crujir de las ruedas de mi maleta…   amortiguados dulcemente por la nieve acumulada en el borde de los caminos.

miércoles, 9 de enero de 2013

Mañana en la galerna



El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar, 
que no es el mismo que el de las brumas. 
Ciertos atardeceres -en el mar, al pie de las montañas-, 
cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña bahía 
y,desde las aguas silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada

Albert   Camus. El exilio de Helena.


 Ella coge la taza y la tostada. La uñitas pintadas de un rojo oscuro. El conjunto de su mano se mueve sobre cada objeto con esa elegancia en los dedos y destreza que le han dado años de escritura diaria.  Lo observo con la admiración que me han dado años de quererla mucho, incluso de amarla (en este punto la destreza de sus dedos es otra y atisba por un momento aquel viejo y tórrido motivo de nuestra diferencia de edad, aquel erotismo de universitaria). Pero esto ya pasó: Con un amor fraternal, ya sin ambiciones y sin la estridencia de aquella carnalidad, le miro las manos mientras empezamos a engullir el desayuno.  Miro las mías también.  Por el rabillo del ojo, espío también las de la camarera que toma nota en la mesa de al lado.  Manos –me digo-: manos que tienen también los gorilas y los chimpancés. Manos que lo mismo pelan manzanas que ajustan las espoletas. Manos que se protegen en guantes o lucen anillos en forma de animalillo o de tecla de viejas máquina de escribir, vistiendo con sus pequeños dioses protectores los mismos dedos que a veces lo buscan a uno en el frío de la calle, bajo las mesas del Schlawinchen; dedos que luego desnudos se dejan llevar, tan habilidosos sobre el sexo ajeno como sobre las pantallas táctiles, los bolígrafos de propaganda y los palillos chinos que guardamos en los cajones de la cocina…   
Llevándome la taza a los labios, tomo nota mental:  vaya milagro, las manos.  Y al dejar la taza sobre el plato, rompe el silencio un sonido brillante.
Al fondo  el mar está de un azul desconcertante. Como el color de sus uñas, su escorzo de rubia andaluza (rubia sin serlo demasiado, rubia de trigo después de un día de lluvia), como mi reflejo en sus horribles gafas de sol y el rojo de tomate de mi tostada, como el murete de piedra que a unos metros nos separa de la playa y, tras él, el vestido verde de una niña que juega en la orilla con su padre –recién divorciado, pienso yo, y ni esta sospecha tiene donde esconderse bajo esta luz-…  todo tiene, a principios de Enero, una nitidez tan violenta como si acabaran de inventar el tecnicolor.
Me asalta una enorme añoranza de este clima: Esta sencillez que para mí era una cárcel en una época existencialista  –aquel aquí estamos tranquilos, aquí no pasa nada, tan trágico y solar-, contrasta con mis días en Berlín  –de lucha y libertad, aquí si pasa algo y aquí no esta tan claro-.  Noto cómo me da por dentro, nítida clara, avivando los colores y afilando las aristas,  la luz de mi primera identidad.   Por un momento, también me parece increíble cómo cae esta luz sobre el hecho que hayamos quedado esta mañana para desayunar después de tanto tiempo.
Levántate a las 6:00 para escribir. Sacrifica algo. Me dice de pronto. 
Repaso mentalmente mis últimos escritos como un niño que se rezaga jugando con las brasas con un palito largo y deleitándose en el debilucho y rojo refulgir.  El niño sopla un poco. Amago momentáneo de llama. Quema sin duda. Todo esto quema un poco.  Si te acercas un poco más de la cuenta, notas que hay calor de trabajo…  De ahí, de este punto, depende que siga siendo el niño del palito o el viento que viene a quemar los bosques del mundo.  
La brisa sopla.  Compruebo que mi abrigo sigue a mí lado. Y todo vuelve a parecer posible. 
Renuncia a algo, renuncia a tu puta vida bohemia, renuncia a salir, renuncia a tus amores, renuncia a algo…   por lo que amas.
                 La cabeza se me inunda de recuerdos que huelen a pan recién horneado:   mi propia vida, hilándose en el presente, en otra parte, tan lejos de esta luz.  Otros hornos, otras masas, otras especias, semillas de calabaza, la espuma del café, ese pequeño y reciente ritual de mimo con motor eléctrico  -tengo que hacerme con uno de esos aparatos antes de que el verano vuelva a refugiárseme entre las sábanas-…   
                ...Y aunque fuesen apenas las once y media de la mañana, también me viene a la boca, por un instante, el sabor fresco y denso  de ciertas cerveza con los amigos a la orilla de los canales que cruzan -que quizá mantienen cosido- ese mismo paisaje del presente…  justo antes de morder una tostada de tomate y  de aceite de oliva, que queda flotando aún un poco sobre todo esto.
Nos miramos, sonriendo.  No, No se trata de todo eso y lo sabemos bien.  Porque si: porque nosotros somos los maestros de la renuncia.  Porque nos ha costado tanto aprender a renunciar, que eso nos ha convertido en maestros. 

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