sábado, 15 de octubre de 2005



        Atravesé el centro, como siempre que intento deambular y sin quererlo paso primero por el centro… quizá porque tal y como rigen implícitamente los manuales de la bohemia clásica, el centro es el lugar donde uno va a perderse… Cosa que, a poco que se piense, es mentira, y gorda: el centro es precisamente la parte de la ciudad donde siempre sabes donde estás. Donde uno se pierde que da gusto es en las periferias.
        Pretendía deambular pero íntimamente sabía a donde iba, por donde iba a pasar. Y no porque anduviese deprisa, siempre ando deprisa: simplemente lo sabía.
        Iba entrar en algunos locales hasta encontrar mi sitio en la noche.

        Al final, de todos lo locales a los que entré, en ninguno estuve más de cinco minutos. No, lo confieso, por más que me lo proponga no se sentarme en una barra a escuchar simplemente la música con un bourbon o un gin cola… puedo sentarme con gran placer a solas en una cafetería, en una terraza, en un banco de la calle, puedo hasta viajar solo. Pero en un pub soy sencillamente incapaz. Y de hacerlo, sé que me aburriría en poco tiempo de ser el tipo de la barra, sé que no tengo esa paciencia, que acabaría bebiéndome la cerveza rápido y mal con tal de no seguir esperando nada ni a nadie. Y esa misma imagen de mi impaciencia me vuelve tímido como un quinceañero. Si alguien me hablara, contestaría sonriente… sin embargo no sabría dar pie a una conversación y la cosa quedaría ahí, en esa lección que nunca he aprobado… de hecho, me pasa cada día con mis vecinos. A veces rompo esa timidez y me gusta mucho. Pero esta vez no fue así y lo máximo que alcancé a permanecer en un local no fueron más de cinco minutos… estuve paseando la mirada por la decoración y escuchando la canción, compré una cajetilla de camel, seguí observando carteles cada vez más cerca de la puerta, así como quien no quiere la cosa, la abrí y me fui.
        Ya al salir del cuarto bar sin haberme parado acepté que en realidad lo que me hacía entrar no era más que la esperanza de encontrar a algún colega de los que no habíamos logrado localizar aquella noche. Había salido de casa con el convencimiento de que me echaría una copa escuchando una buena canción… pero desde el principio sabía que iba a buscar un poco entre la gente, a confirmar de una vez por todas que esa noche me quedaría solo con mis pensamientos, que desde que salí de casa corrían por mi cabeza con una fluidez inusual, pero conocida:
        Si, mi cabeza volaba y la culpa era de Paul Auster y la Fidgerald, de la jarapa y del tintineo del hielo con un libro en la mano… mi cabeza se encontrada en ese estado en que el pensamiento no es solo pensamiento en una masa informe, sino que los conceptos, como si hubiesen tomado carrerilla durante la lectura, siguen ordenándose uno detrás de otro, encadenándose como solo puede hacerlo la palabra escrita. Pensaba linealmente, en un hilo fino y consistente como el de la tela de una araña. Era asombroso, mi cabeza esperaba a que una idea pasara para colocar la siguiente… pacientemente, sin olvidar nada. Si surgía una idea nueva la dejaba al lado el tiempo suficiente… Yo mismo sentía esa ideas haciendo cola. Era como si me hubiesen implantado un embudo en el cerebro. Daba gusto echar papilla en él y verla pasar.
        El material era una mezcla entre mi voz, que se había arrancado a hablarme en alto cuando tomé la decisión después de colgar el teléfono en casa –cosas de vivir solo-, y lo que por la calle mi soledad señalaba, con ese melancólico poder de inspiración que mi soledad tiene cuando caminamos juntos, recordando la última vez que estuve allí, a veces la primera, otras una vez que fue distinta a todas, otro año, otro yo… no podía huir, no podía callarlos, estaban todos aunque no se diesen cuenta.
        Iba a torcer una esquina, cuando al fondo vi la silueta de las inmensas costillas de hormigón de la vieja estación de autobuses. Aquel esqueleto que conocía tan bien. Entonces, la historia se intercaló en mi cabeza como si siempre hubiese tenido su sitio reservado en el discurso, …aquellas costillas habían sostenido una bóveda de 30 metros de luz y 50 de largo bajo la que podían correr montones de autobuses. Hija bastarda de un polideportivo, sacada de otro proyecto para resolver rápidamente la necesidad de una estación en la ciudad hacía muchos años, aquella nave abovedada con tres altísimos ventanales al fondo me había parecido cuando estaba en pie tan imponente y majestuosa como una catedral o unas termas romanas. Y así había intentado demostrarlo varias veces con fotos y dibujos varios años atrás. No se si sirvió de algo, lo cierto es que ahí estaban cinco de sus costillas en pie en medio las obras de un nuevo edificio. De lo demás solo quedan mis diapositivas.
        Puede parecer una gilipollez… pero al ver las costillas al fondo de la calle, esas figura curvas cruzando entre las líneas horizontales y verticales que son la ciudad en general, sentí que la historia del mundo se dividía dramáticamente en dos: la noche en que Golfo pasaba por el solar de la vieja estación de autobuses, alcanzando el borde mismo de la ciudad en su absurdo periplo, y la noche en que no lo hacía y se quedaba a 20 metros de un lugar que aún hoy no deja de cargarse de significado.
        En el peor de los casos al menos me podía llevar eso.
        Solo era una manzana de distancia. Pero para mi era el abismo entre dos mundos paralelos… Y por tanto una gran responsabilidad... Quizá me embotaban mis pensamientos, quizá la noche estaba demasiado vacía como para encontrar un juego mejor. Quizá tenía ganas y no se me ocurrió otra excusa... Quizás entre quizases.
        Mientras pretendía que me lo estaba pensando, así como quien no quiere la cosa, llegaba ya a las vallas del solar. Me reí de mi mismo. Me conozco como si me hubiese parido.
Estuve allí cinco minutos, mirando las obras por encima de la valla, observando lo que había cambiado y lo que no. En cierto modo, aquello era una medida de mi mismo, los cambios marcan el tiempo:
        11 años antes un niñato se había bajado en esa misma estación y había seguido confusa, tórpemente, entre inmensos autobuses que entraban y salían, la indicaciones de los chóferes y encargados en medio del humo y el trasiego de gente que caminaba sin vacilar… era la primera vez que viajaba a otra ciudad para ver un concierto. Años más tarde estaría investigando el origen y el destino de aquella estación reducida a un simple hangar, menos caótico, donde a espaldas de la ciudad se daba una anónima y perfecta danza de autobuses de color rojo… Había estudiado ante los ojos desconfiados de los mecánicos, el modo en que la luz entraba, el modo en que la gente ingresaba en ese mundo del viaje y la escala brutal de enormes ruedas y kilómetros por recorrer, para buscar no se qué huellas en la nueva estación, relaciones que al final encontré entre el nuevo edificio que hay en el borde de la ciudad y la antigua nave que ahora seguía ahí delante de mi, reducida a 5 inmensas costillas de hormigón que cruzaban la oscuridad en medio de grandes bloques de pisos. Si, me media sin querer y me sorprendía de mis propias medidas, de ver que seguía allí, pasando de vez en cuando, incluso de tener que confesarme de que había también, en alguna parte se aquel lugar, unas gotas de algo parecido al futuro.
        No era más que un poco de introspección, pero ahora ya no volvería sin nada a casa.
        Emprendí el regreso no sin pasar por unos bares más, pero ya con un gesto mecánico, como quien cumple las estaciones de una yincana. Sin embargo, bajo mi complejo de pringao que pierde dos horas de su vida buscando sin encontrar a nadie ni saber siquiera pararse a disfrutar entre la gente y vuelve con sus manos vacías… ya sabía lo que había venido a encontrar, y que me hacía sentir más afortunado que cualquiera que estuviese pasándoselo pipa entre carcajadas, copas, bailes, besos, y todas esas cosas, y que me veía asomar la cabeza tímidamente, entrar unos metros y volver sobre mis pasos.
        Lo que me había deparado (esa fue la palabra en mi cabeza) la noche no era más que el haber deambulado recogiendo por la calle un puzzle compuesto por piezas de mi mismo. Y jugar con ellas por unas horas. Componerlas mentalmente, compararlas, alinearlas y volverlas a revolver para empezar a alinearlas de nuevo con palabras, igual que cuando era pequeño pasaba las tardes alineando mis cochecitos en la alfombra. “Boboces”, como yo llamaba a los Dos Caballos desde el día que mi viejo había gritado: mira niño un rolls royce. Y yo, que era pequeño, no me iba a fijar sino en la figura más llamativa y fascinante que circulaba por la carretera: esas curvas, ese misterio de unas ruedas embutidas en una especie de zapato de chapa. Creí que los dos caballos eran rolls roice hasta los 9 años. Ahí es nada.

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