Esta tarde he comido solo. Hacía sol, así que he abierto la ventana y me he puesto música alta mientras empezaban los dibujos animados. Después de comer he estado a punto de echarme una siesta, pero no quería perderme estas horas de sol después de un invierno tan puto. Quería leer. Lo deseaba intensamente: sentarme a leer con un café frío.
Si quería escapar al sueño solo me quedaban dos opciones: bajar a la terraza del café Lisboa, lo cual es sumergirme en la ciudad y dejarme acompañar por el bullicio, o subir al tejado, que no es si no dejar la ciudad a los pies y llevarme a cielo abierto esa soledad en la que suelo hablarme solo y de la que últimamente estoy empezando a abusar.
No obstante, una vez más elegí consciente de que seguiría hablándome solo al menos por esta tarde.
Al subir he visto aún en la terraza los artilugios del profesor de inglés que estaba esta mañana haciendo fotos a un montaje sobre la mesa de hierro. Encajaba con su objetivo un espejo sobre el que había colocado unos tomates muy pequeños. Apenas le di los buenos días, decidí no ponerme muy curioso porque: se lo que puede molestar eso cuando te lanzas ha hacer arte en público… Sin embargo mientras me tomaba mis almohaditas de chocolate dándole la espalda no pude evitar imaginarme el resultado: mentalmente, me he puesto en su lugar, me he preguntado cómo sacaría yo la magia de esos tomates emparejados son su reflejo sobre un cielo plagado de borregos. Igual incluso pasa un pájaro y sale en la instantánea.
Las losas del tejado estaban calientes, la ciudad estaba inundada de una luz nítida, como si la luz blanca del invierno aún no se derritiese con el calor de la primavera. Hoy ha sido uno de esos días en que a la sombra hace todavía frío y al sol puedes incluso quitarte la camiseta.
Sentado en el suelo de esta terraza sin barandillas. No veía la terraza de abajo , ni los tendederos, ni siquiera veía las casas de en frente: la ciudad aparecía lejana como si empezara lejos de la orilla. A veces miro a la ciudad desde aquí arriba y me parece que me la han pintado. Me digo, no es verdad. Me gusta esa sensación… de hecho, me cuesta leer los primeros 5 minutos en el tejado. Mis ojos miran las letras pero es como si mis cuerpo entero disimulara, porque el resto de mis sentidos está demasiado contento de estar aquí, de las vistas, de la brisa casi marina, de los olores, de los ruidos de fondo de las casa del alrededor, de tener un libro en las manos, y de cada palabra mezclada con todo esto.
Cuando termino de leer un relato suelo leer varias veces el último párrafo. No lo puedo evitar. Como si algo se me fuera a escapar, leo y releo y vuelvo a releer. Luego me levanto a estirar las piernas y ahora que lo pienso suelo suspirar dos o tres veces mirando a mi alrededor, como si chequeara que todo sigue como lo dejé antes de partir a bordo del relato.
Nada, en verdad todo sigue igual. Ni siquiera la luz es más amarilla. Febrero testarudo. Me siento en el borde del tejado, mirando al atardecer. A mi espalda, la Alhambra con esa actitud de barco a punto de zarpar, detrás muy lejos y enmarcándola, la sierra… A veces calculo mentalmente distancias entre puntos muy lejanos como hilos invisibles que tendiese a través de kilómetros. El sol cae sobre estos tres objetos: sobre una montaña imponente, el edificio más hermoso de un mundo, y mi estrecha cara de caballo… lo que me impresiona de todo esto no es la proporción que puedan guardar entre sí, sino la desproporción que queda unida, salvada, anulada por el hecho de estar recibiendo el mismo sol en cada milímetro de nuestras orografías. Deformación profesional, supongo, me fascino fácilmente por las medidas, la escala de las cosas.
Delante de mi, una ciudad llena de contrastes al atardecer, y apenas a unos metros la terraza de Nico, metro y medio más alta que la nuestra, y siempre abierta y llena de cactus. No veas la cara que me puso el día en que le pregunté si tanto cactus venía con su carácter. Joputa, me dijo. Y sonrío. Se la había colado. Le había hecho a ese perro viejo que preside la terraza desde su atalaya lo que él me hace a mi al menos una vez en cada conversación. Aún me cuesta acostumbrarme a Nico y su caracter, pero es Nico, y este rincón de terrazas y patios levantado contra el cielo no sería lo mismo sin él.
Espero unos minutos, quizá enciendo un pitillo. Cuando termino de leer un buen relato suelo darle un sorbo al café y encender un pitillo, bastante satisfecho y un poco resignado, pero como todo el mundo. Un buen relato es lo que tiene.
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