Las golondrinas me ponen a mil. Traídas cada año de yo que sé que agujero o lejana emigración –y el follón de sitios en los que habrán estado-, me llenan de una especie paz avispada, una suerte de inquietud reconfortante... no muy distintas, en verdad, a los que producen la proximidad del viaje y el papel en blanco. A veces me parece que esos bichos, dinámicos y estridentes, han bajado desde el centro mismo del mes de Mayo para poner la vida a ese mismo nivel. Y por ahí que yo camino, excitado y sonriente, viajero del instante, sin movimiento ni mochila, casi cómplice del inmenso aliento que dan al mundo con sus minúsculas voces de pájaro.
Adoro cuando ese sonido se mezcla lejanamente con el siseo de las sábanas al remolonear, tu olor y tu voz al estrenarse al despertar y estirarte en el silencio de un nuevo día, tu mirada curiosa, tranquila y expectante a la vez, como si te sorprendiera haberte despertado a mi lado.
Adoro el modo en que invaden las mañanas en que hacemos el desayuno desnudos en mi pequeña cocina mientras el mundo comienza a oler a café, para luego, con el ronroneo mañanero en el estómago, salir a engullirlo al sol que cae sobre la azotea -tu vestida con una camisa grande, yo con aquella chirlaba que un colega me trajo de Melilla-.
Fuera, los sonidos del mundo parecen amortiguados por la luz: nuestras voces aún graves de sueño, el tintineo de las cucharitas y el golpe brillante de los vasos al dejarlos sobre aquella horrible bandeja de plata que alguien me había regalado; la tostada desgarrándose entre tus dientes, tus preciosos y terribles dientes de niña que mastica sonriente y bien follada… ese sonido que para mi es cono un himno triunfal. Y todo, todo esto, acompañado por el coro estridente y bendito de las golondrinas, calentadas al sol en el aire aún frío del verano naciente, mientras, abajo, un rumor lejano de cientos de coches y autobuses emerge de lo hondo de las calles, abiertas como fosos entre los tejados de la ciudad.
Adoro cuando ese sonido se mezcla lejanamente con el siseo de las sábanas al remolonear, tu olor y tu voz al estrenarse al despertar y estirarte en el silencio de un nuevo día, tu mirada curiosa, tranquila y expectante a la vez, como si te sorprendiera haberte despertado a mi lado.
Adoro el modo en que invaden las mañanas en que hacemos el desayuno desnudos en mi pequeña cocina mientras el mundo comienza a oler a café, para luego, con el ronroneo mañanero en el estómago, salir a engullirlo al sol que cae sobre la azotea -tu vestida con una camisa grande, yo con aquella chirlaba que un colega me trajo de Melilla-.
Fuera, los sonidos del mundo parecen amortiguados por la luz: nuestras voces aún graves de sueño, el tintineo de las cucharitas y el golpe brillante de los vasos al dejarlos sobre aquella horrible bandeja de plata que alguien me había regalado; la tostada desgarrándose entre tus dientes, tus preciosos y terribles dientes de niña que mastica sonriente y bien follada… ese sonido que para mi es cono un himno triunfal. Y todo, todo esto, acompañado por el coro estridente y bendito de las golondrinas, calentadas al sol en el aire aún frío del verano naciente, mientras, abajo, un rumor lejano de cientos de coches y autobuses emerge de lo hondo de las calles, abiertas como fosos entre los tejados de la ciudad.
1 comentario:
Me pasa lo mismo con las golondrinas. El mundo no tendría sentido si ellas no existieran...
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