miércoles, 16 de noviembre de 2005

Disintegration

        Recuerdo que salíamos de un concierto cuando me dijeron ¿Dónde coño vas?, mientras yo desaparecía en entre la gente y volvía instantes con un cartel de Bacardi tamaño poster de esos que tienen un hueco blanco para poner el precio de las copas (450pelas de las de antes). Mis amigos no comprendían por qué un selecto expoliador de afiches callejeros como yo querría un cartel de Bacardi que encima no era más que una marco alrededor de un recuadro blanco, no muy distinto de los que pinchan en la carne de los supermercados… Yo les dije que el cartel me importaba una mierda pero que por el otro lado estaba en blanco.
        Era la época en que aún no sabía que iba a pasar la vida rodeado de papeles inmensos que envuelven hoy mi mesa, mi cama a veces, e incluso algún armario feo… pero que un extraño morbo por las grandes hojas de papel ya me estaba avisando de algún modo.
        Era también, la época en que todo se estaba yendo a la mierda… la misma en la que hube de largarme en un viaje que si bien no iba a librarme de mis problemas si pudo al menos, proporcionarme una tregua, un descanso, un modo de posponer el próximo round contra mi mismo.
        Lo cierto es que si no hubiese sido por ese viaje, no me habría visto sacando discos en silencio de una discoteca ajena para grabar al día siguiente unas cintas que cambiarían definitivamente el rumbo de mi cultura musical. Y aunque bien es cierto que tardé más de un año en escucharlas todas… no es menos cierto que otras eran ya mi música: aquella con la que sin saberlo me estaba armando para sobrevivir a la última estación del peor año de mi vida.
        Si, recuerdo la cantidad de música que aprendí mientras mis fantasmas existenciales no me dejaban dormir y me aguantaba las ganas de explotar como una bomba atómica y despertar a todo el mundo… Por suerte a veces la vergüenza puede más que la locura.
        Era la época en que me estaba hundiendo con tanto dolor como ilusión… había aprendido mucho, demasiado: todo se iba a la mierda racional, brutalmente, y con todo, Irse a la Mierda me parecía el único modo de ser real, lógico… una isla de coherencia, y por ende, si no de felicidad, si al menos de alguna forma perversa de paz interior… o eso creía. Y aunque hoy tenga mis propios modos de realizarme bastante más placenteros, constructivos y personales que los que mis fantasmas adolescentes me ofrecían, no puedo decir que entonces no fuese verdad –al decir esto me sale aún aquella misma sonrisa melancólica de payaso a punto de dejarse atropellar por un coche de bomberos.
        Sé que puede sonar extraño, pero pocas cosas me han ocurrido en la vida tan buenas como las peores cosas que me han ocurrido en la vida… bajar a mis infiernos y solo haber tenido fuerzas para habitarlos sino también para no haberme quedado allí estancado para siempre.
        Era el peor año de mi vida, y recuerdo una de esas tardes en que no tenía ganas de nada, cuando nada me parecía suficiente razón para existir o dejar de hacerlo, cuando bien y mal eran dos palabras escurriéndose entre mis manos y hasta el aire que respiraba me daba náuseas…. En medio de todo ese vacío que me arrinconaba en una esquina de mi mismo como al borde de un precipicio, sí tuve fuerzas para agarrar el puto cartel de Bacardi, darle la vuelta y echarme a escribir con Edding las palabras en inglés como si aquellas letras me hubiesen estado esperando ocultas en el blanco del papel… luego colgar aquello en la puerta e irme a dormir un poco más tranquilo, con un rollo menos en la papelera y un instante de desahogo.
        Como veis no os cuento mi vida, solo os la escamoteo, os muestro retazos y vuelvo a sumergirlos, uno, otro, asomo el morro por los agujeritos como un ratón bajo la alfombra vieja de las palabras. Os suelto este rollo… todo para deciros lo mucho que hacía que no escuchaba Plainsong

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