lunes, 28 de noviembre de 2005

El fin de la infancia, culos, tetas y pistolas

        Últimamente trabajo con la memoria. No es que la ejercite, sino que dado que el tiempo desgasta, uno siempre puede coger sus pedazos y reutilizarlos como material, expolio para nuevas construcciones o recortes para un collage.
        Todos tenemos memoria. Sin embargo, a ratos tengo la impresión de que es ahora cuando comienzo a tenerla: me voy dando cuenta de que no es lo mismo recordar la infancia como algo ajeno, algo que pertenece a un capítulo anterior… que cuando podía mirar atrás todavía dentro del mismo capítulo, hacia un mundo que si bien era ya pasado, no dejaba de formar parte de las primeras pisadas sobre el mismo territorio. Cuando, a pesar que te da mucha vergüenza, sabes que si tocas tus juguetes revelarán el niño que todavía eres. Y eso te hace mirarlos con una mezcla de deseo y recelo.
        El mismo recelo que luego sientes hacia ti mismo cuando, jugando en la calle a las pistolas, pasa una chica preciosa y escondes el arma, o pones la mano bien, si no tenías arma, y disimulas todo lo que puedes… mientras, parapetado detrás de una esquina, un colega te grita…
        ¡Ta! ¡ta! ¡ta! Eh. Estas muerto tio. Joder, estas muerto, ¡ta ¡ta ¡ta!.
        Tu miras a tu colega por el rabillo del ojo y a la chica sabiendo que no la tendrás.
        ¡Ta! ¡ta! ¡ta!
        Y comprendes que razón no le falta: un poco muerto si que estás.

        Puestos a elegir un momento, creo que empecé a abandonar la infancia el día en que Javi el petardero dijo que la Carmen estaba buenísima. Yo me quedé un poco atónito y tuve que preguntar quien era Carmen.
        Pues Carmen E. tio.
        Hasta entonces mi imaginario erótico, bastante nutrido, la verdad, había estado poblado por mujeres adultas de pechos grandes y coños peludos, misteriosos triángulos peludos tras los que yo aún no tenía ni idea de que había –lo descubriría pronto en las películas porno-, mujeres que podían ser mi madre, -…la primera mujer de cada hombre es siempre su madre: la primera desnudez, la primera mirada curiosa y disimulada mientras se cambia delante de nuestra supuesta indiferencia…-,
        o la Sabrina,
        o la Loli que trabajaba en casa de mi tia y le enseñaba las tetas a mi primo Pedro,
        o las miles de tias que hacían top less en una playa de Marbella a la que me llevaron y por la que paseé cuantro días alucinando con mi camioncito de plástico y la pilila tiesa,
        o la Anabel, que me cuidaba cuando mis padres salían de marcha y que aún hoy, cuando por casualidad nos encontramos, me sigue pareciendo una de las mujeres más guapas de este mundo. Tampoco he olvidado su olor. Cuando no hace mucho mis padres me contaban que si, que Anabel tenía un olor extraño y ella que misma lo sabía, yo no podía por menos que sonreirme por dentro, sin atreverme a confesar que había estado loco por ese olor. Un olor que si bien para ella podía ser un problema, para mi no dejará de ser el olor que le subía por el canalillo cuando me ponía de puntillas para abrazarla.
        o una profesora pelirroja de la guardería cuya imagen me llevé como robada bajo el abrigo hasta la EGB…
        o la tia del anuncio de Fa
        o todas las actrices que de vez en cuando se desnudaban antes de que me mandaran a la cama…
        ¿Ya?
        Ya.
        Me decía mi padre sin dejar de mirar la pantalla… Quizá era más temprano de lo habitual, pero lo cierto es que eso nunca impidió que yo me llevara alguna de esas imágenes a la cama como un juguete oculto bajo las sábanas.
        Buenas noches, mamá.
        Buenas noches.
        Ja.

        Y en medio de este tosco imaginario erótico de mi niñez, va Javi el Petardero y, con aquellas palabras mágicas que solo se decían de las mayores, coloca de pronto a una niña de mi edad, a una compañera. Si, una puñetera cría de mierda como yo, de las que corren y juegan y piensan Emmanuel es una marranada, de las que si bien nos gustaban cada vez más, siempre habíamos ignorado al repasar en la oscuridad el desfile de nuestras fantasías. Una niña, por dios, qué aburrimiento, qué guarrada.
        Entonces, va el tio, y la mete, así… como quien la empuja a una piscina… Una piscina en la que el agua no era otro fluido que el panteón de mis primeras pajas, donde cae haciendo mucha espuma y con los ojos tan atónitos como los mios. En aquel momento Carmen pasó frente a nosotros, y vimos que Javi el Petardero tenía razón. Era inevitable: Carmen estaba buenísima, y yo sentía por dentro cómo el sexo opuesto atravesaba de pronto la barrera del sonido:
        A partir de ahí, la vida iba a consistir en perseguirlas.

        El último reducto de mi de mi infancia fue una casa que tenía mi abuela en el campo, una casita humilde y ahora que lo pienso, ahora que conozco bien las casas, muy vieja. Y más vieja aún era la técnica que la había hecho posible (muros de 40 centímetros, con piso de tablazón sobre troncos de madera de verdad, no de dar el pego los turistas, que corrían paralelos de un muro a otro, y hasta se inclinaban en el techo del baño para sostener al otro lado los peldaños de la escalera). Era una casa pequeña, pero no lo suficiente como para que no me aguardara algo en su interior capaz de convertirme en un niño cada vez que íbamos a visitarla… Aunque llevásemos amigos, aunque nos pusiésemos cubatas y liáramos porros, aunque soñáramos con tener novias de una puta vez y traerlas a hincharnos de follar en todas las camas… Niños, desorden, trastadas, curiosidad, inconsciencia, ...niños. Como si la casa no tuviese dentro sino un pedazo de edad varado en mi paisaje temporal.
        Cuando vendieron esa casa estaba ya en la universidad. Mi padre me llamó una mañana y me lo dijo. Yo me sentí como si me hubiesen robado algo. Me cagué en mi abuela y en todo lo que se menea. Aquel día lo pasé haciendo mi vida con la cara larga, que de pronto de me había hecho incómoda como un zapato recién estrenado.
        Lo que más lamento es no haber llevado nunca a una mujer a hacer la fiesta en aquellas enormes camas de madera.
        Mi infancia acabó ahí, y lo que hoy queda, lo de hoy, mi amor, ya sabes: esos juegos, esos gestos, esas voces ridículas que me salen por la boca, ese arrastrarme a la cama con la barbilla y el vientre contra las sábanas como un cocodrilo, o ese acercarme en el agua haciendo burbujas como un remolcador, mientras bajo el agua te agarro los tobillos y te arrastro hacia mi para sentir tu sexo contra el mio, ploploploploploplop… quizá no sean más que carreras con sirenas de fondo y balas silbando, incursiones inesperadas a través del centeno.


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