jueves, 7 de abril de 2011

     Salgo hacia Viena desde el aeropuerto de Bratislava. Atravieso un campo de lápidas enormes y cuadradas entre las que circulan minúsculos vehículos y personitas que tratan de hacer su día a día. El paisaje urbano post soviético. Unidades de habitación se levantan como fichas de una geometría rigurosa e irracional. La calle no existe, y ausente el recogimiento que inspira normalmente la ciudad (las calles horadadas en la masa construida desde Nagoya al Albaicin), los individuos se dispersan como partículas de una melancólica radiación. 
        Al cruzar un río (el Danubio, que me acompañará todo el viaje, aunque yo ahora no sea consciente de ello) se puede ver de lejos el centro de una ciudad, pequeño, encantador, con ese aire de cuento que tienen las primeras ciudades orientales. Si tengo tiempo, a la vuelta, sería bonito hacer una pequeña incursión en Bratislava.  Detrás del casco antiguo, se siguen viendo la siluetas  de cientos de bloques de vivienda, imponentes y ensimismados en las colinas, pintados de colores y repletos de ventanas que se alinean sin la más mínima gracia.
      En la corriente del tráfico de Miercoles por la mañana los viajeros salimos por fin de la periferia. Los pueblos abren el camino con un montón de casitas de piedra asomadas a la carretera. Me gusta mirar carteles que están escritos en una lengua desconocida. La naturaleza asoma en cada grieta. No hay flores, pero hay una gran vitalidad. Solo en los coches, asomando el morro por sus pequeños garajes o aparcados en la tierra de los jardines queda un rastro vivo de que estos pueblos estuvieron detrás del telón de acero.
     Todo lo demás trato de imaginármelo Me doy cuenta de que este es el paisaje en el que suceden muchas novelas de Milan Kundera (siempre en capítulos breves con una reflexión implícita, Kundera habría sido, sin duda, un gran bloggero) y lo contemplo como si hubiese estado aquí.  Pienso en las historias de las personas, en su cotidiano, en las pequeñas aventuras y los enormes significados -que como cualquiera uno tiene que guardarse para sí cada día... o escribir-. Pienso en el trabajo, en el café, en la educación, en el amor, en los juegos, en las vísperas y en los días después, en la ilusión del momento y la dulce resaca de las cosas, en la lírica, y en el sexo... Trato de imaginarme cómo será ser joven en este paisaje, trato de imaginarme la vida de estas personas, o mejor dicho, mi vida si yo hubiese sido una de ellas. 
      El campo está lleno de espíritus que corren de un lado a otro. No hablo de los muertos, sino de ese modo en el que el espíritu corre por delante de uno cuando se vive en el miedo. Se pueden percibir sobre los huertos, atravesando arboledas, saltando los arroyos que en ellas se ocultan. A la vez me siento culpable por esa especie de nostalgia incomprensible, la misma que ha hecho de la estetica postsoviética una suerte de cultura pop... un pop que hizo matarse a Maiakovski y que ahora flota en estos bellisimos campos mezclado con los espíritus como la niebla de la mañana.
      La imagen de Maiakovski llamando a una mujer para cenar -y que no pudo cenar con él- antes de suididarse, la imagen de Pavese haciendo exactamente lo mismo años después y bastante lejos de Bohemia -pero con el mismo resultado- y esa cosilla Kunderiana que tiene la anécdota...   son los últimos pensamientos que me seperpentean en la cabeza antes de quedarme dormido, arropado por esa cálida incertidumbre que da encontrarse de viaje.

1 comentario:

F. dijo...

Imaginarse en otras ciudades y otras vidas, ¿seríamos diferentes?

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