miércoles, 9 de enero de 2013

Mañana en la galerna



El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar, 
que no es el mismo que el de las brumas. 
Ciertos atardeceres -en el mar, al pie de las montañas-, 
cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña bahía 
y,desde las aguas silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada

Albert   Camus. El exilio de Helena.


 Ella coge la taza y la tostada. La uñitas pintadas de un rojo oscuro. El conjunto de su mano se mueve sobre cada objeto con esa elegancia en los dedos y destreza que le han dado años de escritura diaria.  Lo observo con la admiración que me han dado años de quererla mucho, incluso de amarla (en este punto la destreza de sus dedos es otra y atisba por un momento aquel viejo y tórrido motivo de nuestra diferencia de edad, aquel erotismo de universitaria). Pero esto ya pasó: Con un amor fraternal, ya sin ambiciones y sin la estridencia de aquella carnalidad, le miro las manos mientras empezamos a engullir el desayuno.  Miro las mías también.  Por el rabillo del ojo, espío también las de la camarera que toma nota en la mesa de al lado.  Manos –me digo-: manos que tienen también los gorilas y los chimpancés. Manos que lo mismo pelan manzanas que ajustan las espoletas. Manos que se protegen en guantes o lucen anillos en forma de animalillo o de tecla de viejas máquina de escribir, vistiendo con sus pequeños dioses protectores los mismos dedos que a veces lo buscan a uno en el frío de la calle, bajo las mesas del Schlawinchen; dedos que luego desnudos se dejan llevar, tan habilidosos sobre el sexo ajeno como sobre las pantallas táctiles, los bolígrafos de propaganda y los palillos chinos que guardamos en los cajones de la cocina…   
Llevándome la taza a los labios, tomo nota mental:  vaya milagro, las manos.  Y al dejar la taza sobre el plato, rompe el silencio un sonido brillante.
Al fondo  el mar está de un azul desconcertante. Como el color de sus uñas, su escorzo de rubia andaluza (rubia sin serlo demasiado, rubia de trigo después de un día de lluvia), como mi reflejo en sus horribles gafas de sol y el rojo de tomate de mi tostada, como el murete de piedra que a unos metros nos separa de la playa y, tras él, el vestido verde de una niña que juega en la orilla con su padre –recién divorciado, pienso yo, y ni esta sospecha tiene donde esconderse bajo esta luz-…  todo tiene, a principios de Enero, una nitidez tan violenta como si acabaran de inventar el tecnicolor.
Me asalta una enorme añoranza de este clima: Esta sencillez que para mí era una cárcel en una época existencialista  –aquel aquí estamos tranquilos, aquí no pasa nada, tan trágico y solar-, contrasta con mis días en Berlín  –de lucha y libertad, aquí si pasa algo y aquí no esta tan claro-.  Noto cómo me da por dentro, nítida clara, avivando los colores y afilando las aristas,  la luz de mi primera identidad.   Por un momento, también me parece increíble cómo cae esta luz sobre el hecho que hayamos quedado esta mañana para desayunar después de tanto tiempo.
Levántate a las 6:00 para escribir. Sacrifica algo. Me dice de pronto. 
Repaso mentalmente mis últimos escritos como un niño que se rezaga jugando con las brasas con un palito largo y deleitándose en el debilucho y rojo refulgir.  El niño sopla un poco. Amago momentáneo de llama. Quema sin duda. Todo esto quema un poco.  Si te acercas un poco más de la cuenta, notas que hay calor de trabajo…  De ahí, de este punto, depende que siga siendo el niño del palito o el viento que viene a quemar los bosques del mundo.  
La brisa sopla.  Compruebo que mi abrigo sigue a mí lado. Y todo vuelve a parecer posible. 
Renuncia a algo, renuncia a tu puta vida bohemia, renuncia a salir, renuncia a tus amores, renuncia a algo…   por lo que amas.
                 La cabeza se me inunda de recuerdos que huelen a pan recién horneado:   mi propia vida, hilándose en el presente, en otra parte, tan lejos de esta luz.  Otros hornos, otras masas, otras especias, semillas de calabaza, la espuma del café, ese pequeño y reciente ritual de mimo con motor eléctrico  -tengo que hacerme con uno de esos aparatos antes de que el verano vuelva a refugiárseme entre las sábanas-…   
                ...Y aunque fuesen apenas las once y media de la mañana, también me viene a la boca, por un instante, el sabor fresco y denso  de ciertas cerveza con los amigos a la orilla de los canales que cruzan -que quizá mantienen cosido- ese mismo paisaje del presente…  justo antes de morder una tostada de tomate y  de aceite de oliva, que queda flotando aún un poco sobre todo esto.
Nos miramos, sonriendo.  No, No se trata de todo eso y lo sabemos bien.  Porque si: porque nosotros somos los maestros de la renuncia.  Porque nos ha costado tanto aprender a renunciar, que eso nos ha convertido en maestros. 

1 comentario:

Vir dijo...

Es un placer leerte, aunque sea muy de vez en cuando. Esas pinceladas de vidas corrientes, historias que encajan en otras historias,... Lo dicho, un placer.

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