miércoles, 11 de febrero de 2004

Me cago en el amor

Yo debo tener una capacidad innata de provocar el amor a mi alrededor, es decir, el amor para cualquiera menos para mi. (Cuando se trata de mi, me lo curro a pico y pala, como dicen mis amigos, para demostrar que soy el mejor y que me la merezco: we are not terrific but we are competent). Quiero decir que cada vez que me he ido a copartir casa. . .
. . .Pero, ¿que tiene de malo que tus compañeros de piso se lien entre sí?
Pues la primera vez éramos solo tres, así que la situación de por si ya era un poco especial porque de pronto, así como quieren no quiere la cosa, ya no éramos más 3 como 2+1. Yo el uno, claro. No es que me atrajese ninguno de los dos, o sea que no eran exactamente celos. . . pero a mi nadie me había preguntado si quería vivir con una pareja. Y luego no me equivoqué, simplemente, poco a poco, ocurrió lo inevitable y se acabaron:
los desayunos con ella,
las horas tirados escuchando música y fumando fortunas con él, antes de acostarnos,
el porrillo intimando con cualquiera que coincidiese al llegar a las tres de la mañana.
cosas así.
Más que menos tuve que aprender a vivir solo, porque para mi vivir eran esos detalles para los que ya nadie tenía tiempo: ahora todo el mundo se iba a dormir a las 10, me veía comiendo yo solo después de desayunar también solo y esperar toda la mañana a ver si a alguien le entraba hambre también, o cenando también solo más de una vez, como cuando llegaba a casa y no bien abría la puerta oía pies descalzos correr, risas y pestillos cerrándose. Si desaparecía la jarra de agua no me molestaba ya en buscarla, cenaba sin ella y luego me echaba un vinito en el salón.
Ahí empezó todo para mi, como si me lo revelara mi propio reflejo en las ventanas: por fin encontré la ventaja de ese curioso estado de semisoledad (siempre es mejor la soledad o la compañía, lo "semi" no es lo uno y lo otro, sino ni lo uno ni lo otro, lo semi en general es un camelo, cuando estes en lo semi, escoje) y me aproveché: tenía una época para mi y me permití el lujo de explorar aquella libertad, y hasta hacer alguna que otra locurilla. Incluso una vez que se habían ido de viaje, tuve que irme yo también al poco tiempo porque sentía que algo se me estaba yendo de las manos. Confieso que después de reflexionar en lugares como los que visité, volví decidido a empujar yo mismo las cosas hacia el lado al que iban a caer. Tanto estaba aprendiendo.
Volvimos a ser tres el día en que él tuvo que marcharse y vino otro nuevo compañerp, aunque yo no cambié porque lo que había aprendido en soledad no necesitaba de la soledad para practicarse. Era cuestión de Actitud.
Lo cierto es que de algún modo, siempre les agradeceré que se hubiesen enrollado.

Esta vez no somos tres. Sin embargo, es un poco incómodo abrir la puerta del salón y encontrarse un payo, que es tu compañero de piso, y una paya, que es tu compañera de piso, que se miran los ojitos y se acarician la cara en plan Ghost sobre la alfombra con las piernas enreliadas, las luces bajas y la musiquilla adecuada…
-No, si yo solo pasaba por aquí a echarme un pitillo con alguien.-
O cuando llego a las nueve de la noche y la casa está a toda oscuras menos una rajita de luz bajo una puerta, o sea, que hay alguien pero como si no lo hubiese: las dos personas con las que solía cenar están enclaustradas en su paraíso. . . Enciendo las luces para revivir la casa muerta y me hago de cenar poniendo musiquita un poco más alta para no oír las risas enamoradas detrás de la puerta sino el suave y dulce ronroneo de mi soledad, con la que ya tengo práctica. Entonces cuando busco mi guitarra y resulta que se oye detrás de la puerta. . . Y seré tímido o tonto lo que quieran, pero, a mi por lo menos, se me quitan las ganas de llamar a una puerta que se ha cerrado exactamente como yo cierro una puerta cuando no quiero que nadie llame. El amor loco es maravilloso, yo sólo digo que en casa día si y día también, a veces se vuelve un poco coñazo.

Sin embargo, gracias a esos momentos de los que hablo, me he vuelto a reencontrar con Ella. Por fin puedo hacer aquello que no he hecho desde que no vivo solo. Había olvidado de cuando, después de un día vacío o una noche sin ninguna gracia, antes de acostarme, ante de irme a dormir, me doy esa última oportunidad: repaso los cedés como quien se prepara un buen golpe, y saco los que que he de sacar, voy pinchando una por una canciones que me encantan, según me pida el cuerpo, con un cigarro en una mano y un tinto en la otra, me quedo en pie balanceándome o doy vueltas por la habitación, ya no ofrezco resistencia, me dejo hacer por el instante. Miro hacia la ventana, a esta distancia en que puedo ver si quiero el fondo y si quiero mi propio reflejo. Hago el payaso, miro al actor que nuca fui, a veces incluso empujo algún mueble o tiro algo al suelo como si fuese el mismo Brell en éxtasis o Courtney Love, o Reznor electrocutándose con su propia música. Hasta que yo mismo hago como que me caigo y me quedo tumbado en la alfombra mirando el humo bailar hacia el techo, dejando que la música me cure y el vino me caliente. . . Bebo lentos sorbos preguntándome qué cojones diría un enólogo de este sabor y pensando lo pequeño es hermoso, lo pequeño es hermoso, lo pequeño como este segundo es tan hermoso (Normalmente en ese momento suena Creep de Radiohead o Mother de los Police).
Cuando Vinicius de Moraes canta su “Por qué hoy es sábado”, que suena como si celebrase una verdadera misa, Roberto, muy preocupado, sale de su habitación para venir a preguntarme:
-¿se puede saber qué coño estás escuchando?...
-Shhhhh, Calla y escucha esto, inconsciente- le digo sin dejar de mirar al techo como si él no estuviera allí. . .
. . .¡Por que hoy.... es Sábado!
Y sé que es un poco borde, pero es que, en este momento, yo, querido lector, ya soy inalcanzable.

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